No sucumbir al glamour de la indignación
«Debemos condenar sin paliativos unos hechos que han producido tantas víctimas, pero no simplificar el juicio a la hora de señalar a los culpables»
Un periodista me preguntó qué me parecían las protestas contra Israel por la guerra en Gaza. En vez de responder con una respuesta simple a ... un problema complejo, me permití describir algunas de esas complejidades en un artículo que ha conseguido enfadar a todo el mundo.
Decía que había razones de sobra para protestar contra esa masacre, injustificable y desproporcionada, pero añadiendo que había en esos rostros airados un aire de supremacismo moral que me parecía preocupante.
Traté de explicar la razón de mi preocupación recordando que nosotros, europeos, somos parte del problema palestino y por eso no podemos ser jueces. Y eso es así porque los judíos quisieron durante milenios vivir pacíficamente entre los demás pueblos y no les dejamos. Fueron sistemáticamente perseguidos y expulsados por ser diferentes. Esa experiencia, unida a los aires del romanticismo del siglo XIX que defendía el derecho de cualquier pueblo con historia a constituirse en Estado, forjó el paso de la diáspora al sionismo.
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Ese sentido de la responsabilidad no nos puede llevar al silencio, ni a la pasividad ante lo que estaba ocurriendo, sino a un modo de hacerlo que sea contenido y equilibrado, más volcado en contribuir a resolver el problema que a agravarlo. Debemos condenar sin paliativos unos hechos que han producido tantas víctimas, pero no simplificar el juicio a la hora de señalar a los culpables.
La responsabilidad del Gobierno israelí de Netanyahu está fuera de duda y ojalá el Tribunal Penal Internacional pueda juzgar su culpabilidad en esta masacre y poner nombre al crimen cometido. Pero no se hace justicia a la situación ni se ayuda a solucionar el problema sin tener en cuenta a Hamás, desencadenante de la reacción israelí con el atentado del 7 de octubre, con sus 1250 asesinados y 250 secuestrados. Dejando al lado el juego de alianzas y enfrentamientos que Hamás representa en la región y de la que El Eje de la Resistencia (Irán, Herzbolá, el régimen sirio de Bachar, etc) quería beneficiarse, Hamás quería una guerra que no podía ganar militarmente pero sí publicitariamente al dejar en evidencia la brutalidad del ejército israelí al precio, eso sí, de sacrificar a su pueblo, pues como bien decía uno de sus dirigentes: «los túneles son para los miembros de Hamás y que de los civiles se hagan cargo Israel y la ONU». Los gazatíes víctimas, pues, del Israel y de Hamás. Para acabar con la guerra había que parar el brazo de Netanyahu pero también neutralizar las armas de Hamás.
Este planteamiento, que sólo quería llamar la atención sobre la pluralidad de actores, ha provocado la indignación de muchos porque la llamada a la nuestra responsabilidad, por un lado, y al papel determinante de Hamás, por otro, desviarían la atención de lo urgente. Y lo urgente era parar la guerra, un objetivo que estos críticos confundían con la condena de Israel, como si eso bastara. La guerra se ha parado cuando se ha metido en la ecuación a Hamás, pero para que desaparezca, como pedía el Presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abas en la ONU. Para que los gazatíes pudieran vivir tenían que perder Netanyahu y Hamás.
De las muchas reacciones que ha suscitado este planeamiento extraigo dos muy reveladoras. La de quienes niegan mi llamada a la responsabilidad histórica porque niegan que haya una relación entre hechos sucedidos hace cinco siglos y la actualidad, olvidando que en la aparición del sionismo, en detrimento de la diáspora, fue determinante la experiencia de la expulsión o, mejor dicho, de las expulsiones. Es un dato histórico que resiste a cualquier estrambote emocional. Cuesta de todas forma aceptar el concepto de responsabilidad histórica porque pensamos que sólo somos responsables de lo que hacemos y no de lo que hicieron nuestros antepasados. Es una grave equivocación porque culpables somos sólo de lo que hacemos, pero, responsables, también de lo que heredamos. Quien se siente responsable de la situación, se lo pensará dos veces antes de juzgar y condenar a los demás..
La otra reacción, mucho más generalizada, es la de quienes piensan que la prioridad es parar la guerra, un objetivo con el que todos estamos de acuerdo. La discrepancia se produce al estimar estos críticos que si la prioridad es acabar con el sufrimiento de tantos inocentes, entonces cualquier matiz, cualquier reflexión sobre la complejidad del asunto (como la referencia a nuestra responsabilidad, el papel de Hamás o el elemental recuerdo de que también hay víctimas israelíes) es una operación de distracción que impide lo esencial: salvar a las víctimas palestinas. Lo que puedo decir es que la conciencia de lo complejo no rebaja la gravedad de los hechos, ni, como acabamos de ver con el alto el fuego, produce parálisis.
No parece exagerado pensar que importa más la propia indignación que el talante retenido de la compasión; más el desahogo personal que el sufrimiento de las víctimas. La argentina Norma Morandini, autora 'De la culpa al perdón', cuenta que, en el juicio a sus hermanos asesinados por los militares, mientras la familia se mostraba liberada del odio, los espectadores «sin haber padecido ningún dolor, querían salir como justicieros a matar verdugos». Eso es sucumbir al glamour de la indignación.
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