Valladolid
Antiguos colonos y descendientes se reúnen en el pueblo desaparecido de Almaraz de la MotaEste fin de semana llegaron desde distintos puntos de la provincia de Valladolid y también desde Palencia, Asturias, Baleares, León, Madrid y el País Vasco francés
A la altura del kilómetro 212 de la autovía A-6, entre trigales y barbechos, en una discreta ladera plagada de retorcidas higueras y matorrales, ... se encuentra lo poco que queda de Almaraz de la Mota. Hoy, quien pase por allí quizá no vea más que campo, pero para quienes nacieron y crecieron en las calles de este pueblo ya desaparecido, cada piedra caída lleva asociado un recuerdo.
Este sábado, los antiguos colonos y sus descendientes volvieron reunirse. Llegaron desde distintos puntos de la provincia de Valladolid y también desde Palencia, Asturias, Baleares, León, Madrid y el País Vasco francés… Se saludaron con abrazos largos, repasaron viejas anécdotas y caminaron juntos por las pocas ruinas que todavía quedan, coincidiendo con el 60 aniversario de su venta y desaparición. También organizaron una comida de hermandad y una exposición de documentos y fotografías antiguas como homenaje íntimo a su pueblo, donde la memoria es sinónimo de resistencia.
Los documentos más antiguos que mencionan a Almaraz de la Mota datan del siglo XIV. El topónimo hace referencia a un castillo o torre y a la mota sobre la que éste se levantaba. En el siglo XVI se levantó un mesón en el que paraban los arrieros y ganaderos que iban y venían entre Medina del Campo y Toro. Las casas tenían un corral en el frente y la vivienda detrás, siguiendo un patrón medieval que apenas cambió con el tiempo. La iglesia mudéjar de San Juan Bautista presidía la plaza con su gran espadaña. En torno a ella, las eras y los huertos. Eran 1.672 hectáreas fértiles, aptas para cereal, legumbres y pasto para el ganado.
En la posguerra, los 65 colonos que vivían allí lo hacían en régimen de arrendamiento. Cada familia trabajaba una parte del terreno, entregando una renta a la marquesa de Villachica, propietaria de la finca. Funcionaban como una gran familia, ayudándose en la siembra, en la trilla y en fiestas como la matanza. A finales de los años 50, el futuro parecía sonreírles. Los colonos, agrupados en 19 familias, habían formado una cooperativa y reunido seis millones de las antiguas pesetas para comprar la finca. Soñaban con dejar de ser arrendatarios y convertirse en dueños de la tierra que llevaban generaciones cultivando. Pero en 1965, tras la muerte de la marquesa, sus herederos vendieron la finca a la Inmobiliaria Imperial de Valladolid por casi el doble de lo que los almaracetes ofrecían. Fue un mazazo para los colonos, a los que la empresa les dio dos años de margen para que recogieran sus cosechas y buscaran otro lugar donde vivir. Así, en 1967, tras la última siega, Almaraz de la Mota quedó completamente desangelado. «La siega de aquel año arrancó la mies, pero también nuestras ilusiones», recuerda Carmelo Pérez, que entonces tenía dos años. «Para mí Almaraz es la raíz. Yo vivo en el País Vasco, pero cuando miro atrás sé que aquí está mi lugar. El día que me muera quiero que me traigan aquí», prosigue entre lágrimas.
Su vecino, Emerenciano de la Rosa todavía siente un nudo en la garganta cuando habla de ello. Por eso, apenas lo hace. «Aquí vivieron mis padres, mis abuelos, todos. Ya en la Edad Media hubo un Francisco de la Rosa, que fue el primer colono que llevaba mi apellido. Yo supongo que soy su descendiente directo. Por eso no quiero ni recordar que nos vimos obligados a dejarlo todo. Me emociona demasiado», cuenta Meren, quien desde que era muy chico no había vuelto a pisar Almaraz. «Nunca he venido. Ni siquiera al cementerio. Se me hace muy difícil. Recuerdo a mi madre yendo a por agua con los cántaros, a los niños jugando en las eras, a los vecinos intercambiando favores sin pedir nada a cambio. Éramos pobres, pero estábamos unidos», dice este veterano que actualmente tiene 80 años de edad.
Lo que queda hoy
De las casas no quedan más que cimientos ocultos bajo la hierbajos y adobes completamente deshechos. Gran parte de la iglesia aún se mantiene en pie, igual que la entrada de algunas bodegas. El cementerio mantiene sus lápidas, casi ocultas por la maleza. «Los colonos conservamos el derecho de paso para visitar a nuestros familiares. Es lo único que nos queda de nuestro pueblo», señala Carmelo, quien ha promovido la creación de la Asociación Amigos de Almaraz y ha dedicado años a recorrer el terreno, identificando dónde estuvo cada vivienda y colocando pequeñas marcas. «Allí estaba la escuela; más allá, los abrevaderos, ahí el mesón de mi familia. Hay pueblos que han quedado sepultados por agua, cuando construyeron embalses, por ejemplo. El nuestro está sepultado por tierra. Sentimos un desarraigo difícil de explicar», comenta muy emocionado. «El reencuentro del sábado es ilusionante para nosotros. Es un día precioso que sirve para mantener vivo el espíritu de Almaraz», afirma.
En la exposición se podían observar imágenes cedidas por las familias. Bodas con novios de traje oscuro y ramos de azahar, niñas con lazos en el pelo el día de su primera comunión, hombres posando junto a mulas en la era, grupos de mujeres enlutadas después de un funeral, la fachada del mesón con un carro delante, y la iglesia antes de que la maleza la cubriera. También expusieron un mapa con la ubicación de cada casa y retratos de todos los colonos que vivían allí en 1965. Para los antiguos colonos y sus descendientes, este encuentro es una forma de cerrar heridas sin olvidar. «Queremos que no se pierda el recuerdo, que los más jóvenes sepan que aquí hubo un lugar feliz y lleno de vida. Vamos a realizar también u homenaje a los ya fallecidos y muy especialmente a Julio Álvarez, al que hemos despedido recientemente a la edad de 102 años. Él fue el último colono en irse del pueblo», añade Carmelo.
Este sábado, con la visita de sus colonos, Almaraz volvió a la vida. Muchos recorrieron su antiguo trazado con un nudo en la garganta. Sienten la tristeza de ver un pueblo que fue y que ya no está, salvo en el recuerdo de quienes se niegan a olvidarlo.
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