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«Un mar gris y violáceo en invierno, un mar verde en primavera, un mar amarillo en verano y un mar ocre en otoño, pero ... siempre un mar». Así describió Miguel Delibes la estepa castellana. Ese mar de oro brillante de las puntas de las espigas de los cereales que ondula en la época estival sigue convirtiendo a Castilla y León en el granero de España, como así lo atestiguan las tablas de producción nacional cerealista. La región recoge casi el 40% de los cereales del país. Si a este porcentaje, se suman los cultivos de maíz, girasol, patata, remolacha y hortalizas que se recogen en la geografía regional, el conjunto sobrepasaría la mitad de la cesta de la compra.
Dentro del sector cerealístico, la provincia de Palencia es el segundo productor de trigo de la comunidad autónoma, después de Burgos, y, por tanto, del territorio español; el tercero de cebada, después de Valladolid y Burgos; el segundo de centeno, después de Soria; y el primero de avena.
Todos estos datos se recogen, de forma pormenorizada, en el libro 'Castilla y León, granero de España; la gran riqueza de su patrimonio industrial cerealista', un intenso y trepidante viaje de 970 páginas con 2.200 fotografías que se presenta hoy sábado en Baltanás (18 horas en el Museo del Cerrato)y que pilota el segoviano Benjamín Redondo Marugán (Nava de la Asunción, 1953), quien ha sacado a la luz esta publicación tras una ardua labor investigadora de siete años. De esa impresionante colección gráfica de las nueve provincias castellano y leonesas, 950 imágenes retratan aceñas y molinos harineros, muchos de ellos reconvertidos en preciosas casas rurales, albergues y hoteles; 355 de fábricas de galletas y de harinas; 50 de alhóndigas, pósitos o cillas; 120 de palomares y 310 de silos, sin olvidar los museos dedicados al pan, los centros etnográficos, los recintos amurallados y castillos, cuatro de los cuales fueron utilizados durante la dictadura franquista como almacenes de trigo antes de trazarse la red nacional de silos.
El volumen de la producción cerealista es un indicador del amplio y rico legado industrial agrícola, histórico, cultural y humano, como indica el autor del libro.
De las 87 fábricas de harinas que existían en 1856 en España, 20 se ubicaban en Palencia, 14 en Santander y 10 en Valladolid; «ninguna otra provincia tenía más de cinco», apunta Redondo. Y veinticinco años antes, en 1831, la Hacienda estatal confirió a la empresa concesionaria del Canal de Castilla tres fábricas de harinas y 17 molinos, además del martinete de Herrera de Pisuerga, los batanes de Frómista y Calahorra y la fábrica de papel de Viñalta.
En la actualidad, de las 19 fábricas de harinas que operan en la región, tres se asientan Palencia: La Palentina y La Treinta, ambas en la capital, y la Harinera del Pisuerga, en Nogales de Pisuerga, junto al arranque del Canal de Castilla. Otras joyas quedaron recientemente atrás: las de Mave, Dueñas, Villamuriel del Cerrato, Castromocho, Paredes de Nava, Saldaña, El Serrón, Grijota y Abarca de Campos. Afortunadamente, esta última alberga un hotel de cinco estrellas que conserva intacta toda la preciosa maquinaria molturadora y que ha sido gratificada con el Premio Europa Nostra de rehabilitación, junto al conjunto del pueblo.
Uno de los factores determinantes en la historia del desarrollo del patrimonio industrial fue, sin duda, el Canal de Castilla (1753), obra de Antonio Ulloa y Carlos Lemar, «la más importante y gloriosa empresa que puede acometer la nación», como dijo Gaspar Melchor de Jovellanes. Uno de los sueños de la Ilustración del siglo XVIII, capaz de aportar el desarrollo de la agricultura, el riego y el transporte de las cosechas.
Con 207 kilómetros de extensión, se inicia en Alar del Rey, transcurre por las provincias de Burgos, Palencia y Valladolid y aspiraba extenderse hasta El Espinar (Segovia), en la ladera de la sierra de Guadarrama, ampliación que no fraguó.
Este trazado hidráulico permitió a Francisco Durango y José Pérez Ordóñez construir en 1786 en Monzón de Campos la primera fábrica de harinas de España, que llegó a contar con 15 piedras de molino, equiparando su capacidad productiva a las factorías americanas o británicas. Su puesta en marcha requirió una fuerte financiación y un entramado comercial de compra y alquiler de molinos, adquisición y transporte de grano con arrieros y embarrilado de la molienda de harina con su propia factoría de operarios carpinteros guipuzcoanos. El traslado de trigo desde Monzón se emprendía en barcazas a través del Canal de Castilla, que llegó a contar con 380 embarcaciones hasta Alar del Rey y, desde aquí, continuaba a Reinosa mediante carreteros de montaña que lo hacían llegar hasta el pequeño puerto de Santander, desde donde se iniciaba el viaje naviero hasta La Habana, Veracruz o Caracas. Más tarde, el hijo primogénito de Durango fundó una compañía naviera con ocho barcos, algunos equipados con hasta 24 cañones, y creó también su propia aseguradora. Con su flota exportaba la harina y, también, el hierro de Bilbao y sus barcos regresaban a nuestro país provistos de productos coloniales: azúcar, cacao, añil, pieles, especias… Además, se convirtió en el principal proveedor cerealista del Ejército y de la Armada, pero, tras ser acusado de suministrar trigo al ejército de Napoleón, fue fusilado por el vulgo amotinado. Esta fábrica estuvo en activo durante veinte años y en 1805 se hizo cargo de sus ruinas el Marqués de Astorga, como relata Redondo en su libro.
Además de las citadas fábricas de harinas y molinos diseminados por el Canal de Castilla, la provincia de Palencia cuenta con una veintena de estos últimos que conservan su historia y cultura intacta y a los que se ha devuelto la vida con nuevos usos, tales como las casas rurales de Respenda (Santibáñez de la Peña), de Matazorita (Barrios de la Vega) y de Saldaña; los hoteles de Valdesgares (Cervera de Pisuerga) y de Salinas de Pisuerga; el centro de eventos y referencia gastronómica de Torquemada o los apartamentos La Fábrica de Villaluenga de la Vega. Y muchos de estos molinos se abastecieron de las piedras molineras provenientes de Brañosera.
«Existen pocas experiencias arquitectónicas y paisajísticas tan emocionantes como las que se puede percibir recorriendo las llanuras castellanas con el objetivo de observar y disfrutar la presencia de los silos, esas catedrales olvidadas que imperturbables marcan y referencian el territorio con altiva dignidad», asegura el arquitecto César Azcárate. Conviene recordar que en 1944 se empezó a realizar bajo el control del SENPA (Servicio Nacional de Productos Agrarios), el trazado de la red de silos. La primera unidad que entró en funcionamiento fue la de Alcalá de Henares en 1949, año en el que también se inauguraron uno en Valladolid y otro en Villada. En Castilla y León se erigieron un total de 174 silos y 73 graneros, de los cuales 24 y cuatro, respectivamente, se establecieron en la provincia de Palencia, siendo el de mayor cabida el macro silo de la capital, con capacidad de 21.000 toneladas, al que le sigue uno de Paredes de Nava, con 10.000 toneladas. Por lo que se refiere a los palomares que siembran los campos, ejemplos hay en Santoyo, localidad que, además, cuenta con el Centro de Interpretación de los Palomares; Ampudia, Frechilla, Villalón, Villalcázar de Sirga, con su palomar rehabilitado y visitable, Villerías y Meneses, y otros tantos que fueron fuente de fertilizantes y carne de palomo y huevos, suculento sustento de los propietarios.
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