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Resulta imposible no acordarse de aquel tiempo, hace exactamente cinco años, largas semanas de reclusión domiciliaria a las que nos condenó el covid y que ... supusieron, sin ninguna duda, un parteaguas en nuestras inciertas vidas cotidianas. Una época dura y desabrida en la que por desconocimiento, bisoñez u otros motivos, se nos impusieron comportamientos tan erráticos como absurdos. Cómo olvidar aquella estúpida medida de obligarnos a llevar cubrebocas por las calles cuando circulábamos a más de tres metros de otros ciudadanos. Estábamos al aire, pero no éramos libres, y el bozal sanitario debíamos llevarlo sencillamente porque si. Nadie lo ha podido explicar nunca, pero lo cierto es que tuvimos que someternos a tamaña estulticia dictada por aquel supuesto comité de expertos a los que nunca tuvimos el gusto de conocer. Aquello se trató de una de esas idioteces sin sentido que algún estólido dictó como muestra de su torpeza mental.
Recuerdo bien la tarde en que paseando, en las horas permitidas, por un Madrid desierto, una señora con alma nazi y vocación de cipayo, me gritó desde el balcón de un cuarto piso: «¡La mascarilla!» Suele decirse que de aquel despropósito salimos mejores y más fuertes, pero no es verdad ni lo uno ni lo otro. En realidad, lo hicimos como buenamente pudimos y resulta imposible olvidar las vocaciones delatoras de los frustrados que, sin tener ni idea, se dedicaron a denunciar a quienes no se atenían a los que ellos suponían que eran las normas correctas, ellas llevar la absurda de llevar mascarilla en el coche cuando se viajaba solo. Increíble pero cierto.
Hasta Fernando Simón, que cada día aparecía en nuestras casas a través de la televisión para decirnos lo contrario a lo manifestado la jornada anterior, ha terminado reconociendo que «el confinamiento podría haber sido más leve en algunos casos». Lo que no dice es que su incompetencia y la de otros como él, nos condujo a un encierro de duración absurda que no fue a más porque nos consta que hubo especialistas médicos con sentido común que lograron que algunos destarifes políticos se pararan, se cambiaran o se pospusieran porque carecían de pies y cabeza. Era, recordémoslo, aquel momento en el que se utilizaba la hidroxicloroquina como remedio a un contagio que solo solucionaron las vacunas. Un método popularizado en Marsella por el infectólogo francés Didier Raoult, que estuvo no solo mal planteado sino en el que además se falsearon datos.
Aquel Simón, hoy candidato a dirigir la Agencia de Salud Pública, fue el que nos dijo al principio de la pandemia que en España «no habría más que cuatro o cinco casos» y que no hacia falta utilizar mascarillas porque proporcionaban «una falsa idea de seguridad». Lo cierto y verdad es que soportamos muchas insensateces en aquellos tiempos y que el impacto en la vida de muchas personas fue brutal. Gente mayor, aislada en pueblos ignotos, confinada en el monte sin contacto humano alguno, pero, eso sí, con la mascarilla puesta. Personas solas que hubieron de hacer frente a aquello en condiciones muy penosas, sin acompañamiento alguno. Dice Antoni Trilla, epidemiólogo del Hospital Clinic de Barcelona, que «ahora plantearíamos un confinamiento más selectivo», pero el daño ya está hecho y difícilmente puede resarcirse. Existió descoordinación, desconocimiento y una arbitrariedad que se llevó por delante negocios, modos de vida, relaciones personales y cotidianidades.
Sinceramente, ignoro si aprendimos algo en todo aquello y hoy actuaríamos de otra forma más racional, pero lo cierto es que aquel excesivo tiempo de arresto domiciliario nadie nos lo va devolver jamás.
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