Lo difícil que es coger un taxi en Valladolid
El servicio ha caído en picado y cuando lo hablo con los taxistas percibo que no son del todo conscientes
Hay una obra de Jardiel que se llama 'Lo difícil que es pisar el asfalto en Broadway'. Si Jardiel estuviera vivo hoy, escribiría 'Lo difícil que es coger un taxi en Valladolid'. Y no tengo duda de que lo haría, la madre de Jardiel era vallisoletana y su relación con la ciudad, fluida. Dice Juan, el de El Colmao, que una vez vino de sorpresa a ver al grupo de teatro Gente de la facultad de Medicina, que, a finales de los 40 representaban en el Calderón los prólogos del autor y en la que su madre, Lola Olea, hacía de protagonista. Y el grupo recibió el aplauso entusiasta de Jardiel: «Como verdaderos profesionales, como auténticos artistas». En cualquier caso, Jardiel venía mucho por esta ciudad. Y si viniera hoy y necesitara un taxi, lo pasaría mal y la experiencia le daría para escribir varias comedias, algunas coplas nacidas del dolor profundo e incluso un libro de meditaciones, como el de Marco Aurelio. Porque, desde luego, tiempo iba a tener. Y esperar a un taxi en Valladolid es lo más cerca que vamos a estar del estoicismo.
El servicio ha caído en picado en los últimos tiempos. No encuentro un motivo y cuando lo hablo con los taxistas percibo que no son del todo conscientes de ello. No hay taxis, las centralitas no funcionan, las paradas tampoco y todo es caótico. Yo comencé a percibirlo cuando pedí un taxi al Pinar de Antequera y la aplicación envió dos. Me enteré cuando el taxista recibió una llamada del otro exigiéndole que le pagara también la carrera. Algo a lo que, por supuesto, me negué. Sencillamente uno se cansa de tener que ceder siempre y, como tenía claro que lo ocurrido era un error de su aplicación, decidí enrocarme en mi posición. Mi hija, que estaba a mi lado, me miraba con cierto orgullo: por una vez su padre, ese mismo que tiende a evitar los conflictos sin dar guerra, había decidido dar batalla, como en 'Don erre que erre', de Paco Martínez Soria. No iba a pagar por un error que no es mío solo por no discutir. Y, desde luego, no por el dinero sino por esa sensación constante de ver que nada funciona como debería y que somos los usuarios los que tenemos que asumir los errores ajenos. Bien, esto, que aparentemente fue una anécdota se convirtió en categoría cuando pedí un taxi a mi domicilio, y me dijeron que no, que tenía deudas pendientes, un poco como la lista ASNEF de los bancos. Les dije que perfecto y me fui a una parada. Que esa es otra: no hay paradas, las que hay no funcionan –han conseguido cargarse la de Plaza España– y, salvo Poniente, el resto de paradas del Centro son tan solo abstracciones administrativas en las que es más sencillo encontrarte un billete que un taxista. Dicen que también funciona la parada de Calderón, pero eso no es del todo cierto. Intento coger taxis allí a menudo y si tuviera que sumar todo el tiempo que he pasado esperando podría versionar varias obras del propio Jardiel. Como, por ejemplo: 'Espérame en Angustias, vida mía'.
En resumidas cuentas, que estuve una temporada cogiendo taxis solamente en paradas, porque estaba vetado por una deuda inexistente. Yo me sentía el arquetipo del justo, ese hombre que da la batalla contra el sistema, armado tan solo con la superioridad moral que da la posesión de la razón. Había algo de heroico en mi actitud, lo que provocaba que mi hija me mirara como a un superhéroe castizo. Pero no siempre hay paradas, hija. Y no siempre hay ganas. Y a veces la lluvia cae fuerte y la maleta pesa mucho, y una cosa lleva a la otra y, al final, toca recular. Y todos los taxistas me reclamaban la deuda, como unidos por una especie de red que ni la mismísima Interpol. Así que un día triste decidí bajar los brazos. Mi 'yo' práctico ganó al idealista y, aceptando que no sé conducir –y que no tengo ninguna intención de comenzar a hacerlo–, asumí que no era viable seguir así. Pagué el impuesto revolucionario e hice el sacrificio ritual como un judío en la explanada del templo. Lo cual me convertía en chivo expiatorio que, según Les Luthiers, es el mejor amigo del hombre y no el perro. Aunque he de decir que mi animal preferido son las gambas al ajillo. En cualquier caso, pagué. Y vi cómo mi hija se hizo mayor de repente. Maduró, entendió que su padre no era un héroe sino un pobre hombre arrodillado ante el sistema y yo entendí de golpe lo que era el 'mindfulness': todas sus fibras, músculos y vísceras cayeron decepcionadas, enfocadas por completo en mis hombros levantados. Y pasé de Paco Martínez Soria a un perdedor sin ganas de luchar. Y los taxis comenzaron a llegar. Y la vida se convirtió en una mañana de verano.
Pero un día, visitando a un amigo en una urbanización de Simancas, pedí otro taxi, esta vez por WhatsApp. Los dos veíamos en directo como el número de taxi asignado cambiaba constantemente, como si un chicharro del IBEX fluctuando en directo. Cambió en una decena de ocasiones hasta que media hora más tarde, llegó uno. Y el servicio se desarrolló con normalidad hasta que días después, el mismo WhatsApp de los taxistas me vetó como cliente. «Cliente no autorizado a realizar esta operación». Y ya nunca más pude pedir taxis por WhatsApp. Así que, por teléfono, pedí otro taxi al Pinar un sábado a las ocho de tarde para que la operadora me dijera que no había taxis disponibles. Que ninguno iba a ir al Pinar y punto. Tuve que esperar una hora a que llegara un autobús y media más para llegar a casa, donde mi hija me repitió aquello de «quien se humilla para evitar la guerra, se queda con la humillación y con la guerra».
Yo llevaba esto como un secreto de familia, hasta que un amigo me contó que ayer salía con su madre de la Residencia, por la noche, y estuvieron una hora esperando a que llegara un taxi. Porque o no había o no le cogían o la inteligencia artificial de guardia les mandaba a una parada en la madrugada y con una persona enferma. Mi amigo pidió ayuda al propio hospital, para que llamaran ellos y la madre valoró llamar incluso a la Policía, para que les ayudara. Porque sencillamente no existe alternativa.
El taxi es un servicio público. Una ciudad como Valladolid no puede permitirse un servicio tan deteriorado. Llegarán los VTC y los veremos enfadados, en lugar de poner remedio ahora. Y encima haciéndonos perder el prestigio delante de nuestras hijas. Por seguir con Jardiel recuerdo ahora 'Angelina o el honor de un brigadier', que podríamos versionar con 'Peláez o el deshonor de un usuario'. O, directamente: 'El taxista está debajo de un almendro'. Quizá en la parra.
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