Segovia
Las pastelerías resisten a la falta de personal y a las grandes superficiesEl sector explora alternativas para mantener la calidad frente a la duplicación de costes, como en el azúcar o la harina
Los supermercados son grandes devoradores de hábitos sociales, un concepto que tiene en su naturaleza la necesidad de sumar nuevos servicios. La tradición de ir ... a la pastelería a comer la bamba de crema o de nata va perdiéndose ante la facilidad de meter en el carro una tarta durante la compra de la semana. Porque si algo aportan las grandes superficies es ahorrar tiempo, aunque ello suponga renunciar a un producto más natural y más sano. Los pasteleros segovianos llevan años paliando esa realidad con nuevas líneas de producto que mantengan la rentabilidad, pero llegan nuevos enemigos y el aumento de costes, hasta duplicarse, eleva la presión en un sector sacrificado, envejecido y que no encuentra personal para mantener los estándares. Y con todo, sobrevive sin la crisis de otros comercios tradicionales. El dulce aguanta.
La pastelería debe lidiar con la realidad de que sus clientes pueden encontrar sus productos en cualquier lado, así que su réplica está en la calidad. Primero, en productos —huevos, harina, aceite, natas o cremas naturales— frente a los azúcares o conservantes de una tarta prefabricada. «No tiene nada que ver», resume Rocío Gil, que presidió entre 2018 y 2020 la Asociación Provincial de Empresarios Pasteleros de Segovia, un gremio que define como poco movilizado. «Estábamos unos pocos, ya se habían ido muchos del sector. Se puede decir que cada uno va a su libre albedrío, no sabemos mucho unos de otros».
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«Sigo en el negocio porque tengo miedo escénico a jubilarme»
La pandemia agudizó la lenta pérdida de clientes de las pastelerías, una actividad muy vinculada al ocio que se vio estrangulada por las restricciones para evitar la propagación del virus. Los negocios respondieron añadiendo otras fórmulas de ingresos, algo que ya habían iniciado antes de 2020 y que después se convirtió en una necesidad. Por ejemplo, Gil, que hasta entonces solo tenía pastelería, amplió el negocio del obrador El Molino en Carbonero el Mayor porque se quedó «demasiado parada» y empezó a hacer pan: ahora tiene todo unificado.
Una profesión «dura»
Aunque Gil empezó por vocación familiar —su padre era pastelero—, el linaje familiar no es hegemónico en el sector de la provincia. Es más bien una mezcla entre compromiso con la profesión y una oportunidad, como la que encontró ella: un negocio montado en el que empezar con un riesgo limitado, pagando un alquiler. «Son profesiones que te tienen que llamar mucho la atención porque son muy duras. O te gustan o no las aguantas». Negocios que cierran dos días al año (25 de diciembre y 1 de enero). Horarios durante todo el día; desde primera hora —pongamos las seis— hasta la comida, para volver después y seguir hasta la noche.
Y sumar líneas como el pan supone adelantar el despertador. Gil habla de él como un «llamador» de clientes. «Usando buenos productos, te deja muy poco margen, pero si vienen cien personas a por él van a ver tu bollería y tu pastelería». Algunos importan el pan y otros como ella lo producen; la excepción, pues el gasto de producirlo exige un amplio retorno para que sea rentable. El servicio de cafetería va en la misma línea: un reclamo que suma otro poco a las cuentas.
La principal innovación del sector radica en el diseño. Añadidos como el 'fondant', una pasta de azúcar que sirve para hacer formas y dar color a los productos. Para los más clásicos es una técnica empalagosa, pero casi todos la han incorporado a su oferta, aunque sea de forma residual.
Gil defiende la pastelería clásica «innovándola» lo justo: convertir una tarta cuadrada en redonda y sumar, por ejemplo, adornos de chocolate. «Dentro de la vistosidad, no pierdo la calidad de dentro». La bamba sigue siendo la misma, aunque aprovecha fermentaciones de 48 horas a dos o tres grados que suavizan el producto. El dulce es un gran fijador de recuerdos y esos hábitos de la infancia —el pepito que se vincula a un familiar o a un día de la semana— mantienen a muchos clientes en las pastelerías. La duda es qué pasará con la nueva generación que sustituye esos recuerdos por la tarta del supermercado.
Encarecimiento
El aumento de costes no ha ayudado. Materias que han duplicado su precio como el azúcar, el aceite de girasol, los huevos o la harina. «Y nosotros no hemos podido duplicar el precio». La consecuencia es la reducción de beneficios. «Mucha gente ha bajado la calidad de la materia prima». Una realidad que eleva la presión, pues para diferenciarse de una tarta de supermercado hay que gastar dinero.
«La gente está empezando a apreciar un buen producto y se da cada vez más cuenta de que al final comemos mucho procesado. Si te comes un trozo de tarta del Mercadona, estás empachado; las naturales son mucho más suaves, te puede tomar otro». Otra fórmula para luchar contra ese margen de beneficio reducido es evitar desperdicios. «Que no te quede nada; si yo hago 20 bambas y vendo diez, las otras diez las tengo que tirar a la basura. Prefiero quedarme sin algo que hacer de más».
Con todo, el negocio es rentable. Los cierres, sobre todo en los pueblos, no se explican por las cuentas, sino por la falta de relevo en un sector cuya edad media oscila entre los 50 y 60 años. Hay pastelerías en Coca, El Espinar, el Real Sitio de San Ildefonso, Cuéllar, San Cristóbal de Segovia, Boceguillas o Santo Tomé del Puerto, entre otras localizaciones, una nómina a las que sumar una decena en la capital.
El sector ha tolerado mejor que otros esa erosión de clientes frente a otros comercios, quizás por la propia esencia de su tradición, la de la compra improvisada y el capricho. Y sobre todo porque su naturaleza perecedera y la fragilidad del producto ha mantenido alejado al comercio 'on-line'.
Ante las jubilaciones ha habido respuestas de todo tipo. El Rancho no encontró sucesor familiar, algo que sí consiguió Anyu. Una reinvención que se complica por la falta de personal. «No hay gente ni para pastelería ni para panadería ni para ningún oficio. La gente nada más quiere trabajar de lunes a viernes». La falta de personal dificulta esa apuesta por la calidad: si no hay más manos, toca completar la oferta con productos elaborados. «Si no puedo hacerlo todo, tendré que coger cruasanes congelados», concluye Gil.
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