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Ermita de la Fuenlabrilla, en cuyo olmedal escondió el bandolero Sebastián del Corso el dinero de sus robos. Ricardo Sanz
Bandoleros en la Tierra de Cuéllar

Bandoleros en la Tierra de Cuéllar

Los documentos encontrados en la Chancillería de Valladolid constatan las andanzas de los bandidos que en el siglo XVIII asaltaban a los viajeros en los caminos de Madrid a la capital del Pisuerga por Segovia

JOSÉ RAMÓN CRIADO

Sábado, 6 de agosto 2016, 20:03

Todavía recuerdan los más mayores en San Miguel del Arroyo el dicho: Es más duro que el tío Regaliza, que le molían a palos y no confesaba. Se aplica incluso para referirse a niños testarudos.

Cuando oí hablar del tío Regaliza a José Antonio Arribas, vecino de dicho pueblo, enseguida lo relacioné con un expediente del que había tomado notas en la Chancillería de Valladolid. Y me sorprendió cómo se había mantenido el recuerdo de este personaje en el pueblo a través de este dicho. Andaba buscando referencias sobre bandolerismo en la comarca cuellarana en la segunda mitad del siglo XVIII. Partía de un dato confirmado: Manuel Consuegra y Vicente Garrido, vecinos de Sanchonuño, habían muerto en dicho lugar a causa de unos balazos que les dispararon unos ladrones la noche del 24 de octubre de 1786.

Pero la partida de defunción de los tiroteados no daba más detalles de las circunstancias del hecho, que se produjo unos años después del que vamos a relatar referido a San Miguel del Arroyo. Por ello, podríamos afirmar que no fueron excepcionales los robos y encuentros con bandoleros en la Tierra de Cuéllar y que sin ser un problema continuado, aparecía en algunos momentos dando lugar a situaciones de histeria y preocupación colectiva.

Sin embargo, parece que los asaltos a viajeros eran más frecuentes en el camino de Madrid a Valladolid, por Arévalo. Utilizando en ocasiones los malhechores los pinares de estas tierras como refugio, principalmente los de Coca, algo apartado de su zona preferente de acción, para ponerse a resguardo de las partidas que los perseguían. Dicho camino, desde la capital a Valladolid, era más transitado por viajeros y mercancías que el de Segovia a la ciudad del Pisuerga y más atractivo para los asaltantes.

Señas para localizar el botín del bandolero sebastián del corso. Año 1782

  • «Señas fijas que no ay en dónde herrar. Primeramente a Segovia, y luego a la Virgen del Lenar y desde la Hermita se ve un lugarcito que ay media legua muy corta que se toma el camino para ir a este lugar junto la Ermita de la Virgen a mano izquierda, por entre las casas y la Hermita, no se acuerda el nombre del lugar pero no ay otro más cerca, que está camino del Arrabal. A la salida se encuentra una cuesta abajo muy chica es la cuesta y a mano izquierda se encontrará una Hermita caída y más alante un arroyo con una puentecita y dos caminos, el uno a la izquierda y el otro a la derecha, que este de la derecha se conoce muy poco por aber un piazo de prado, pero en siguiendo el agua abajo no tiene pierde nenguno. Y en abiendo andado como un quarto de legua se encontrará un cercado de álamos blancos, /a mano derecha/ y más alante se encontrará otra cerca a mano izquierda con álamos negros y antes de llegar a la cerca se dejará el camino y se tomará la pared arriba de la cerca y se volverá a mano derecha siempre siguiendo la pared y en estando en medio de aquella línea de pared se volverá la espalda a la pared y en frente se verán tres pinos muy grandes que acen figura los tres de un triángulo. Y primero se encuentra un pimpollito nuevo, que está cortada la cogolla, y se irá al pino del medio, que es el más gordo y encima ace a dos ramas grandes, que cada una tira por su lado. Y al pie de este pino, por la parte de abajo, ay un canto encima de la tierra que ace amodo de baldosa, pero no ay que fiar en el canto aunque no esté allí, que los cantos ruedan. Al pie de dicho pino de por la parte de abajo, mirando siempre enfrente de la cerca, se aondará como dos pies de ondo, que lo qual se encontrará una raíz y abajo de ella un pañuelo azul atado con una calzadera».

En junio de 1780 se produjo un atraco a viajeros en el camino referido, entre Donhierro y Almenara, que puede servir para ilustrar el modus operandi de los bandoleros. Cinco asaltantes a media noche, cuatro en caballos y otro en una mula o macho, color castaño, abordaron a Tomás Ruiz que fue encarado con un trabuco por uno de ellos. Le mandaron echarse de bruces a él y a sus acompañantes. Les robaron tres ducados en dinero, un fardo de pañuelos y fajas de seda que traían de Madrid y una capa de paño de Chinchón nueva a Manuel Gómez, otro de los asaltados.

Los bandoleros llevaban sombreros redondos, atados con pañuelos blancos, e iban vestidos de paño negro o pardo con botines de badana o becerro. Además de trabucos, portaban puñales y pistolas. Una vez cometido el robo, se refugiaron en el pinar de Donhierro.

Se citan en los documentos otros atracos en la misma zona y en el mismo tiempo a cargo de once hombres montados. Y esto pasa por toda la Tierra de Cuéllar, Cogeces, Megeces, Íscar, las Pedrajas y hasta Carbonero y la Granja, donde está poblado de pinares Las autoridades mandaban, cuando había alerta de asaltos, provisiones a las localidades para que estuvieran alerta e informaran si tenían noticia de otros robos.

Sebastián del Corso

Uno de estos bandoleros actuando en la Tierra de Cuéllar, justo por estos años de 1780, fue Sebastián del Corso. Incluso le podemos imaginar como componente de la partida autora del atraco referido en Donhierro. Pero al torcerse las cosas, envolvió los 6.000 reales, que tenía producto de sus asaltos, en un pañuelo de seda azul y los ocultó en un lugar recóndito antes de ser detenido y encarcelado. Estaba preso en Madrid y no veía la manera de recuperar su preciado botín.

Es en este punto donde aparece Jacinto Díaz, el tío Regaliza. Entre todos los expedientes sobre bandolerismo, vistos en la Chancillería, este era el que llamaba más poderosamente la atención. Lo inició la Justicia de San Miguel del Arroyo contra Jacinto Díaz, palillero de limpiar dientes y buscador de raíces medicinales, natural de San Pedro de Argimil, en el obispado de Lugo, y vecino de Madrid, por ser cómplice de la ocultación de 6.000 reales robados por Sebastián del Corso.

El preso, desde la cárcel, preocupado por su suerte, determinó la manera de contactar con alguien del exterior capaz de buscar su dinero enterrado. Era una cantidad importante. Confeccionó un plano, con unas señas fijas por escrito, para facilitar el cometido. Pensó en Jacinto Díaz, vecino de la villa de Madrid, a quien hizo llegar un sobre, con los planes y el mapa, a su despacho de palillero en la calle de Alcalá.

Jacinto Díaz, era un gallego que se había afincado en Madrid, donde figuraba como fabricante de palillos para limpiar dientes. Vivía en la calle del Niño, hoy llamada de Quevedo porque el escritor tuvo allí su casa. Además aprovechaba las estaciones favorables para salir a buscar raíces y otras plantas medicinales que servía a dos herbolarios de la calle Postas y la Carrera de San Jerónimo. Era el indicado para ir a rescatar el dinero. Tenía la coartada perfecta. Si le hallaban cavando, lo hacía con el objeto de encontrar esta o aquella raíz. Lo que el tío Regaliza ganaría con el encargo se ignora.

Jacinto Díaz aceptó el encargo de ir a rescatar el dinero. Siguiendo las indicaciones de las señas dadas, se desplazó desde Madrid, pasando por Segovia y Cuéllar, a la ermita de El Henar. La referencia clave, antes de llegar al lugar de la ocultación, era un lugarcito, próximo al santuario, del que Sebastián del Corso no recordaba el nombre. Sin duda se trataba de Viloria del Henar. De esta manera, a primeros de agosto del año 1782, llegó Jacinto a la ermita de la Fuenlabradilla, en el término de San Miguel del Arroyo, donde se estableció como huésped en la casa del santero de dicha ermita, Antonio Callejo. Solo algunos vecinos habían reparado en él, al cruzárselo por el monte, cuando iban a sus faenas.

El forastero hizo diferentes rutas buscando raíces. Sin embargo, la querencia que Jacinto tenía hacia determinado lugar, al que volvía una y otra vez pues no le resultaba fácil dar con lo que buscaba, despertó las sospechas del guarda de lospanes, Blas Criado.

Se estableció cierta relación entre Blas y el Regaliza. El guarda le vigilaba de cerca y de sus conversaciones con el forastero dedujo que este realmente sabía de plantas medicinales. De esta manera, los dos estaban juntos cuando Blas le dijo a Jacinto que le dejara probar a él con alguna azadonada. Al segundo golpe, fue el guarda el que hizo saltar alguna de las monedas que había escondidas dentro del pañuelo. Para sorpresa de los dos. Sobre todo del guarda, que sospechó al momento que tal vez era aquello lo que buscaba el palillero. Recogieron el dinero y el guarda llevó a Jacinto a la ermita de la Fuenlabradilla. Desde allí dio parte al pueblo, cuyos vecinos acudieron al santuario, a la voz y reclamo de «han encontrado un tesoro en el olmedal de la Fuenlabradilla».

Primeras diligencias

Como primer eslabón en la cadena de la Justicia, le tocó intervenir al alcalde pedáneo de San Miguel, Eustaquio Romero. Al tener noticia de que un hombre forastero había encontrado un pedazo de dinero y de que este se hallaba en la casa del ermitaño de la Fuenlabradilla, determinó dirigirse hacia allí, acompañado del regidor Jerónimo Arenal. Llegó a las cinco de la tarde del día 8 de agosto. Dentro, con el detenido, estaban el guarda, el ermitaño, el maestro Manuel Valdés y Antonio Capa.

El alcalde Romero inició las diligencias, de las que fue fiel de los hechos el maestro Valdés, preguntándole al Regaliza por su filiación. Después le pidió que mostrase sus pertenencias para su reconocimiento y le hallaron en el talego los dineros encontrados (pesos duros metidos en un moquero de seda, bastante gastado). Extendieron las monedas en una capa y el alcalde dio orden a los presentes de que lo contaran. En el ínterin, se sumó al grupo Matías Arribas, sacristán de la parroquia de San Esteban, del lugar de San Miguel, y Joseph Pelillo, regidor de dicho pueblo, así como Manuel Pelillo. En presencia de todos se contó el dinero por el tipo de monedas que había (pesos duros, medios pesos, pesetas y demás) sin llegar a precisar la cantidad exacta en reales, que era importante. Se hizo depositario del dinero a Manuel Pelillo, procurador síndico de San Miguel.

Habiendo preguntado el alcalde Romero a Jacinto Díaz que de qué era aquel dinero, éste le respondió que se lo había topado, negando con ello que hubiera ido en su busca intencionada. Esto exacerbó al alcalde que le dijo: «Dese usted preso y si saliese bien, se le devolverá el dinero». Sin embargo, en el registro de las otras pertenencias del gallego, aparecieron los papeles que le comprometían: el plan diseñado por escrito que había servido a Jacinto de guía, el sobre de carta con sus señas y el propio plano. El alcalde de San Miguel determinó, después de esto, pasar el caso al siguiente eslabón en la cadena de la Justicia: el alcalde mayor de Cuéllar. Se trasladó al preso a la cárcel de la villa. Pero antes tuvo que solucionar otros problemas con sus vecinos.

Reacción de los vecinos

El trámite de oficio que había realizado el alcalde con Jacinto Díaz le resultó más fácil que canalizar las expectativas de sus vecinos respecto al tesoro. La gente del común consideró que si el dinero había aparecido en el término del pueblo les pertenecía de algún modo. Ya había costado mantener en la puerta del santero de la Fuenlabradilla a los curiosos y, acabado el interrogatorio, dos de los regidores fueron a la casa del concejo con mucha gente.

Allí empezaron a decir unos que este dinero sería bueno para pagar en las arcas reales los tributos que tenían atrasados; otros que para estandartes, porque hacían falta por no tener dinero el Ayuntamiento; y otros para distintos fines. Por si fuera poco, apareció el cura de San Miguel, Don Nicolás Antonio Moreno, diciendo que el dinero le correspondía al mostrenco y cruzada y que a él le pertenecía como juez de la misma. Pero ni por el cura ni por los otros se inclinó el alcalde Romero, aunque por unos y por otros estaba completamente aturdido y sobrepasado por los acontecimientos, según su propia declaración.

Al final, entre el cura y los regidores, junto con el maestro y procurador síndico Pelillo, determinaron que el alcalde condujera al preso a Cuéllar ante el alcalde mayor y que llevara solamente la mitad del dinero, unos 3.060 reales. Que la otra mitad se reservase en poder del cura. Si muriese Jacinto se aplicaría el dinero por hacer bien por su alma (propuesta sin duda del señor párroco) mediante la aplicación de misas y sufragios. Si saliera inocente, se le devolvería el dinero por mano del cura. Al ser las personas principales del pueblo las que propusieron este acuerdo, lo aceptó el alcalde Romero.

Quedó el depositario del dinero, Manuel Pelillo, en entregárselo al sacerdote, pero no debió hacerlo. Regresado de Cuéllar de entregar al preso, y hallándose trillando el señor alcalde, se presentó el cura en la era a reclamarle porque aún no le habían dado el dinero para que lo custodiara. Le respondió el alcalde que en su mano no estaba el dárselo y sí en la del depositario, que era el procurador síndico Pelillo.

Eran los cargos del concejo anuales y a Eustaquio Romero le había tocado lidiar con aquel embolado. Cuando trasladó al preso a Cuéllar, acompañado de otro vecino, el tío Regaliza había ablandado su corazón para que le administrara un dinero que tenía suyo propio, el que había traído para su manutención. Se hacía a la idea de que iba a pasar un tiempo, cuanto menos, en la cárcel de Cuéllar y de que le tocaría pagar algunos gastos de su comida y para tener contento al carcelero. Así lo hizo, y le llegó a mandar algunas monedas con el santero de la Fuenlabradilla, Antonio Callejo, lo que le traería algún problema con el Alcalde mayor.

Era dicho alcalde mayor por el Duque de Alburquerque Antonio de Salas Heredia, abogado de los reales consejos, segunda instancia en la cadena de Justicia de la época. Antes que en Cuéllar, lo había sido en otros estados del de Alburquerque, como en Ledesma. Se hizo cargo del reo y, en coordinación con la Chancillería de Valladolid, siguió las diligencias, encaminadas a hacer confesar al Regaliza. Pero éste no soltaba prenda.

Pidió a Madrid que se investigara sobre qué puño y letra escribió el itinerario y dibujó el plano para la localización del dinero oculto. Se sospechó de un vecino de Jacinto Díaz, el abogado Manuel Vindel. Se le interrogó sobre si había estado en el Santuario del Henar o en los pueblos de la zona, expresando en qué año y con qué motivo. Que cuánto dinero le había dado al palillero y que si éste había ido a algún negocio más que al de las hierbas medicinales.

Traslado de Cuéllar a Madrid

Vindel negó que hubiera dado carta ni mapa alguno a Jacinto. Que le dijo de palabra la mejor ruta para llegar a Cuéllar (Segovia, Encinillas, Escarabajosa, Sanchonuño) cuando le había preguntado sobre este asunto. Negó haber estado en El Henar, ni en San Miguel o Viloria. Dijo que conocía los lugares de esa ruta de oídas.

Así las cosas, se solicitó desde Madrid el traslado del preso para seguir el proceso. Desde la Chancillería se ordena que se traslade al reo a esa villa por los medios acostumbrados (de tránsito de Justicia en Justicia), con seguridad de que no tome lugar sagrado. Asunto este último contra el que estaban luchando para su eliminación los dos fiscales estrella de la Chancillería en aquellos años: Montenegro y Rodríguez Bayo.

Jacinto Díaz llevaba ya casi tres meses en la cárcel de Cuéllar y había recibido una carta de su mujer, Ana Moreno. Carta que según el alcalde mayor arrojaba mucha luz al caso, como pidiendo una tregua para ser él quien resolviera el asunto. Ana le dice a Jacinto que mire por él, invitándole a que declare quienes están detrás de su encargo. Se despide con un «tu más rendida esposa que tu bien y ver desea». Salas Heredia, el alcalde mayor, aprovecha esta baza para presionar emocionalmente al Regaliza. Pero éste se mantiene en sus trece. No es descartable que hubiera malos tratos en los interrogatorios, pero la documentación no lo recoge.

Solo obtuvo del preso que no diría nada por no causarle más perjuicios a su sobrino Juan Fernández, albañil de 27 años, preso en Madrid por amancebamiento. Que la carta se la habían dejado en su despacho de la calle Alcalá y que no pudo averiguar quién. Preguntado su sobrino en Madrid, dijo que él había mandado la carta con un preso recién salido de la cárcel, pero que a él se la había dado otro preso. Jacinto Díaz seguía ratificándose en que él no había cometido robo ni delito alguno, ni sabía quién era el preso que le había dado a su sobrino dicho papel.

Mientras tanto, a Sebastián del Corso no se le había podido tomar declaración porque había sido condenado a cumplir su condena en un presidio del norte de África.

El alcalde mayor de Cuéllar ejecutó la orden del traslado de Jacinto Díaz hacia Madrid el 25 de octubre de 1782. Interrogados los dueños de los herbolarios a los que servía el tío Regaliza, éstos manifestaron su sorpresa, pues tenían a Jacinto por hombre aplicado y de arreglada conducta.

Con el traslado del palillero también se pierden las noticias sobre su suerte, ya que el proceso se concluiría en la capital del reino. Se remitieron con él los 6.000 reales, incluidos los 3.000 que se habían quedado en San Miguel, como mal menor, para aplacar los ánimos de los vecinos, que consideraban que eran del pueblo. Para recuperar ese dinero que había quedado en poder del procurador síndico Pelillo, la Chancillería desarrolló una investigación paralela en dicho pueblo para averiguar qué razones hubo para partir el dinero. Pelillo hizo bien en guardarlo, sin dárselo al señor cura, porque fue a él a quien en última instancia reclamaron ese dinero.

Hasta aquí esta pequeña historia que tuvo en vilo al pueblo cercano a la villa cuellarana. Mantenida en la tradición y conservada (y confirmada) en los papeles de la Chancillería. Y el ingenio que tuvo el pueblo para apodar a Jacinto Díaz como el Tío Regaliza, por ser, como hemos visto, buscador de raíces. El guarda de San Miguel del Arroyo, Blas Criado, siempre recordó que lo que el tío Regaliza buscaba eran yezgos, una especie del saúco, la raíz de la nuez y malvavisco. Recordaba también que los cantos ruedan, por eso no estaba allí la piedra que marcaba el sitio exacto donde Sebastián del Corso había escondido su dinero, bajo aquel pino, de dos brazos, en el Olmeral de la Fuenlabradilla.

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