Sectarismo y corrupciones: un patrón endémico
«Los pretendidos patriotas que recurren a esa tara a la que se ve como un pecado perenne, para explicar la corrupción en España, suelen ser los mismos que claman contra la leyenda negra»
La polarización y el sectarismo suelen nublar la razón. Y, seguramente por eso, los grandes escándalos que han venido destapándose últimamente en España, con independencia ... del partido concernido, vienen a apuntar hacia un mismo problema: los «nuestros» son en cualquier caso inocentes y, si no lo son, merecen ser protegidos como si lo fuesen; porque, además, resulta de lo más conveniente para los intereses de cada facción actuar de esa manera. Pero tal partidismo ciego y exculpatorio no sólo afecta a la política, sino que contamina en cierta medida a los medios de comunicación y otros ámbitos como el de la economía o el llamado 'mundo de la cultura'. De hecho, se trata de un modelo o patrón que va más allá de lo meramente ideológico, constituyendo grupos de influencia o control; y que determina la presencia de sus poderes –sean éstos cuales sean– en todos los niveles de la vida social. Lo que tampoco representa nada nuevo.
Ser independiente siempre ha tenido un importante coste en este país. Tales grupos de poder han premiado a los suyos y penalizado a los contrarios e incluso a los «no alineados». Tanto es así que puede parafrasearse el viejo proverbio: «Dime con quien andas y te diré quién eres». Para decir: «Dime quien te paga y te diré a quién te debes». Ya que las antiguas 'jefaturas del movimiento' siguen estando presentes en demasiados espacios de nuestra realidad.
Son esas 'jefaturas' las que administran favores, y montan o desmontan los famosos 'chiringuitos' de uno u otro lado, bendiciendo los negocios hechos con recursos del erario público; o consagran y subvencionan sus tinglados, al mejor estilo franquista de otros tiempos. Aquéllos que se diría que ahora añoran algunos, posiblemente porque nunca los conocieron. Mientras se perpetúa un idéntico esquema de corrupción: el de beneficiarse de todas las comisiones o 'mordidas' posibles.
Y es que parece que los implicados en ellas se consideran con derecho a llevarse una porción importante de los servicios extraordinarios que –en su opinión– habrían prestado a la 'patria'. Pues se habrían ganado esa 'recompensa', también 'extra' e ilegal, en virtud de la fidelidad mostrada a su causa: la de la prolongación en algún tipo de poder del grupo para el que supuestamente trabajan. Entonces, el pretexto acostumbraba a ser el haber «ganado la guerra» y «salvado la nación» de las asechanzas de un enemigo exterior. Hoy, los argumentos son otros: no habría enemigo exterior –salvo para la ultraderecha– que los ve por todos los rincones (especialmente si tienen otro color), Y, sin embargo, cualquiera que no comulgue con las «ruedas de molino propias» resultará sospechoso de quintacolumnismo, de poder ser el enemigo o un infiltrado suyo. Recordemos los ejemplos no comparables en dimensión, pero semejantes en consecuencias, de Casado –por parte del PP– y Lobato (en el PSOE de Madrid).
Ante la emergencia de una corrupción que aparece como endémica habrá quienes remitan a la sempiterna 'picaresca hispánica'; a un presunto carácter colectivo que portaría el gen de la indecencia y de la trampa. Los pretendidos patriotas que recurren a esa tara a la que se ve como un pecado perenne, para explicar la corrupción en España, suelen ser los mismos que claman contra la leyenda negra; y, no obstante, pensando de esa forma contribuyen no poco a acrecentarla. No hay tal carácter nacional que se mantenga inalterable a través de las épocas. No hay un defecto original o de fábrica. Creer en ello es acientífico y, desde luego, una absoluta sandez antropológica. La probable explicación se antoja más sencilla: las dictaduras fascistas dejaron en países del sur de Europa una huella de impune autoritarismo del que aún no se han recuperado. Atribuir la permanencia de tales lacras a la continuidad de vicios nacionales –o a la tradicionalidad falsa e impostada que propiciaron esos regímenes– es un grave error. Basta con asumir la negativa y duradera repercusión que generan los caudillismos impuestos y represivos. Las dictaduras de uno u otro signo no pasan sin más. Quedan, al sacar lo peor de la gente, sus efectos: los recelos, la mezquindad, la corrupción.
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