Grandes cuestiones contemporáneas
«Las élites, por lo común, terminan beneficiándose de las dificultades y penurias padecidas por los demás, lo que no significa que hayan planificado la desgracia ajena»
Todo lo que está sucediendo mueve a muchas personas a pensar que hay algo así como un plan perverso que los más ricos y poderosos ... se ocupan de elaborar en sus reuniones oscurantistas para exprimir al resto y construir un mundo a su medida. Las crisis económicas, el cambio climático, las pandemias –como ésta última que sufrimos– formarían parte de ese diseño maligno que una cúpula de visionarios capitalistas habría trazado para nosotros desde sus inaccesibles torres de marfil. Nada escaparía a su control ni a su escrutinio inquisidor; ninguna tendencia, revolución o vanguardia quedaría fuera de sus previsiones. No hay nada que no sepan de antemano. Nada que se encuentre fuera de su hoja de ruta.
Sin embargo, somos aún bastantes más quienes no creemos tanto en estas hipotéticas conjuras planetarias de los malvados ricachos como en el cumplimiento de una triste verdad que la historia viene a demostrarnos: las élites (ya sean políticas o económicas) acostumbran a sufrir en menor grado que la mayoría el azote de las calamidades generales. Y no sólo eso, por lo común terminan beneficiándose de las dificultades y penurias padecidas por los demás. Lo que no significa que hayan planificado la desgracia ajena, sino –simplemente– que se han colocado en el lado de los vencedores, de los que sacan ventaja, de quienes siempre ganan porque son los mismos que dictan las leyes del juego (o las cambian), manejando mecanismos de fuerza y represión. Ellas no tienen que idear pormenorizadamente lo que va a pasar, porque les basta con vigilar que lo que ocurre en cada momento no las perjudique.
Por supuesto, dichos grupúsculos suelen ser muy hábiles identificando dónde se hallan las oportunidades para seguirse enriqueciendo y alcanzar mayor influencia en los distintos países o –preferiblemente– en el ámbito global. Sí que –a menudo– manipulan los hilos del poder y supervisan el modo en que las gentes perciben lo que está pasando o hacen lo posible para ocultarles aquello que no quieren que se conozca de la realidad. Tejen sus marañas, pero no planifican con detalle el mundo futuro. Nada más procuran evitar que se den circunstancias que puedan perjudicarlos en lo más mínimo.
Dado que las únicas conspiraciones o contubernios auténticos son los existentes entre los grandes intereses económicos y los representantes políticos en todos los lugares o épocas. Mientras que muchas personas se veían privadas de sus fuentes de ingresos, de sus puestos de trabajo, de los ahorros conseguidos con un esfuerzo continuado a lo largo de sus vidas, algunos negocios empezaban a ir mejor que nunca desde que empezó la pandemia. Es el caso de determinadas empresas como las farmacéuticas, las tecnológicas, las de telecomunicaciones, pero también el de otras menos obviamente beneficiadas, tales las que ofrecían servicios on-line, ventas a domicilio, entrega de alimentos, productos desinfectantes y sanitarios o comercio electrónico en general e -incluso- las compañías desarrolladoras de videojuegos.
Aunque no hay que engañarse: tanto el origen del capital en que se basaban como sus avatares y revalorización bursátiles responden a un mismo principio: desde antiguo, si bien más aún desde que la especulación financiera vino a superponerse a los sistemas productivos, el dinero se reduplica y alimenta a sí mismo. Apenas cambia de manos. Y, eso sí, busca los nichos y agentes que puedan incrementarlo. Vengan de donde vengan las crisis, idénticas fortunas sobrenadan y hasta se expanden: apenas pagan impuestos, cobran intereses y deudas. pero jamás pagan las suyas.
Si para algo puede servirnos una pandemia de efectos tan devastadores como la que padecemos es para una sola cosa: para que despertemos de sueños y pesadillas, comprendiendo –al fin– que el mundo no puede ni debe seguir así. No hay un plan para hundirlo ni tampoco para salvarlo. Es tan importante y grave lo que nos jugamos con su necesario cambio de rumbo que, como ha escrito David Graeber: «Durante mucho tiempo pareció haber un consenso general acerca de que ya no podíamos formularnos Grandes Cuestiones. Cada vez más parece que no tenemos otra opción».
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