Melodías inconexas y discursos desafinados
«En las fiestas matrimoniales, qué quieren que les diga, abundan los caprichos más impredecibles y escasea lo simple y natural»
Cuando me comunicaron, allá por enero, que a finales de junio tenía una boda en Alburquerque, lo primero que hice fue dirigirme a la aplicación ... de localización por si en un gesto de locura transitoria hubieran decidido trasladar las nupcias a Nuevo México. Después me aclararon que no, que se trataba del municipio enclavado en Extremadura, cercano a la frontera portuguesa y con un castillo pintoncillo. Del calor, mejor no hablar. No habíamos pasado Béjar y ya estábamos por encima de cuarenta grados, que es eso que los jienenses llaman 'calentar' y el resto de la humanidad calificamos de infierno terrenal. Ya saben que uno se casa donde dice la novia, y ella dijo que a las seis de la tarde del pasado sábado debíamos estar allí. La pareja se dijo un sí muy pimpante, la comida fue opípara y en el baile no sonaron demasiadas canciones de eso que ahora llaman cultura urbana y a lo que yo le quitaría la primera palabra. Es decir, todo de primera.
Les cuento todo esto como preludio. Mi mujer, en su día trabajó con mi prima, que es una organizadora de bodas de primera en el Madrid más chic. Ellas, Dios lo sabe, han visto de todo en las fiestas matrimoniales y, qué quieren que les diga, abundan los caprichos más impredecibles y escasea lo simple y natural. La gente enloquece. Se agarran a que es la fiesta de sus vidas y quieren concentrar en unas horas una cantidad insoportable de anécdotas, recuerdos, sorpresas y detalles. Y como lo poco agrada y lo mucho satura, los invitados salen de la boda agotados, exhaustos y con una sensación, a veces, de no haber entendido nada. Una cosa es que a la salida de la iglesia o el juzgado, en determinados sitios, una agrupación de coros y danzas tradicionales agasaje al cortejo con unos pasos y unas canciones. Rústico, pero aceptable. Lo que se sale de madre es cuando la gente inventa y decide que, en lugar de ramo, la novia va a llevar una lechuga que lanzará a medio convite para ver qué zagala será la siguiente en casarse. De ahí a los calabacines va un paso.
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Han vivido bodas con fuegos artificiales, castillos hinchables, coches de choque, tarotistas, tatuadores y contrayentes que llegan en lancha al embarcadero donde se celebrará el enlace. Hay de todo y puede que, en ocasiones, el exceso se traduzca en un defecto. Pero a pesar de estos gestos, desde los grandilocuentes a los vulgares, siempre me destacan dos momentos que nadie acierta a evitar y todos se consideran capaces de acometer. El primero es el de los discursos. Miren, a la mayoría de oradores públicos les redactan el sermón. En las películas, el monólogo recordable de un actor ha pasado por infinidad de reescrituras hasta dar con el tono y palabras adecuadas. Y tú, que llevas sin hacer una redacción aceptable desde aquella que te mandaron en el colegio sobre la Generación del 98, has decidido que vas a dar una prédica entrañable y sentimental sobre tu relación con los desposados. Empiezas diciendo que va ser corto, sueltas una risita condescendiente pretendiendo resultar gracioso y te pasas los siguientes siete minutos de chapa melancólica narrando los veranos compartidos, de los que la mayoría de asistentes no tiene conocimiento. Demoledor.
Pero aún peor es el segundo. Hay novios que deciden 'regalar' a su pareja y al resto de personal una canción. De verdad, no es necesario. A no ser que sean profesionales de la suerte, no hay suficiente tierra para tragarse a los que no queremos ver tamaña humillación. Y si en el momento, por la emoción y el cúmulo de destilados, crees que has clavado la interpretación, al día siguiente verás en un video que grabó la prima Mariví que lo que pretendías que fuera una de Ed Sheeran resultó algo entre Cañita Brava y Kiko Rivera con un subidón de ácido. Inenarrable.
Por suerte, el sábado la cosa se ciñó al asunto ese de las servilletas al aire, un baile muy digno y mensajes personales en la intimidad con abrazos sentidos. Ya lo decía Stevie Wonder: si beben, no den discursos ni canten. O algo así. Piensen que vivimos en un tiempo en el que estas anécdotas quedan grabadas para la posteridad en alta definición y sonido envolvente. ¿De verdad quieren esa mancha en su expediente?
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