El espejo nunca miente
«Hay algo peor: que aquellos que en su día hicieron una defensa desmedida y cerril de la honradez admitan, sucintamente, que la peste no afecta a toda la casa»
Horas antes de los recientes escándalos, leía que los espejos eran piezas de lujo hasta hace tres siglos. Un signo de supremacía, una frontera inalcanzable ... para el vulgo que, hasta entonces, se conformaba con ver su reflejo en charcos o ríos. Desde los toscos discos de bronce pulido del antiguo Egipto hasta los excelentes trabajos con vidrio y mercurio de los artesanos de Venecia, conocer el aspecto de uno mismo estaba reservado a los poderosos.
Los tiempos han cambiado. Todo hijo de vecino posee varios espejos repartidos por la casa y sabe, con total exactitud, dónde adorna su cara un lunar o por qué zona le empieza a clarear la frente. Esto es bueno y malo a partes iguales. Por un lado, puedes arreglar cualquier desaguisado que una mala siesta o un disgusto de última hora te hayan causado para, así, seguir luciendo impoluto. Por otro, ese espejo tan limpio y nítido te devuelve una imagen exacta de quién eres. No hay truco, cartón ni efectos especiales: si eres un sinvergüenza, el cristal te enseña la ponzoña y miseria que adorna tu vida y vas dejando como rastro de tu mugriento paso. Si mientes, lo que ves es justo la verdad que pretendes ocultar. Y no hay cosa peor que verse tal como se es: desnudo, frágil y solo.
Una vez más, nuestra clase política ha demostrado estar al nivel de las peores cualidades humanas. Cualquiera, como es natural, puede ser imperfecto y equivocarse. Pero para ser tan granuja hay que empeñarse con esfuerzo. Pero aún hay algo peor: que aquellos que en su día hicieron una defensa desmedida y cerril de la honradez admitan, sucintamente, que la peste no afecta a toda la casa y que hay estancias que siguen oliendo a rosas. De nuevo habría que acudir a esa cristalera en la que, diariamente, todos se han mirado desde hace años. El espejo evidencia el total de lo que se muestra. Se puede tapar, por supuesto, pero si un día el trapo colocado cae, vuelve a revelar la habitación al completo. Y es complicado argumentar que esa sala, que al fondo tiene un cubo de basura, no desprende un aroma fétido.
Cuando los asuntos de palacio se ponían feos nadie se paraba a mirarse en esos lujosos espejitos. La vanidad dejaba de ser importante y cedía su sitio a la supervivencia. Groucho decía algo parecido: si no les gustan mis prioridades, no se preocupen. Mañana les traigo otras y hacemos el trato igualmente. Los pasillos de la altivez se abandonan para abrazar las cocinas, donde surgen los momentos de cocer aquello que se necesite. Puede que se trate de lentejas, que es algo muy propio de la política. Cuando vienen mal dadas, siempre queda la esperanza de este plato. Y ya saben, o lo tomas o lo dejas.
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Como ahora, la historia nos ha enseñado que cada tanto los espejos necesitan agua, lustre y abrillantado. Hay que sanear y frotar con fuerza para quitar la cochambre que, de tanto uso con las manos manchadas, se ha convertido en una costra demasiado rígida. También hemos aprendido que, una vez purificado, conviene poner al dueño del objeto de nuevo frente a su figura. Así podrá observar la realidad que le caracteriza y afrontar sus rasgos y muecas, sus arrugas y cicatrices. Y, a veces, como en un cuadro de Caravaggio, contemplará la oscuridad a su alrededor y, muy posiblemente, la soledad. Somos esclavos de nuestros actos, sean puros o deshonestos. Cuando son estos los que más nos caracterizan, evitamos ese reflejo que rezuma certeza y culpa. Por eso, precisamente, es necesario seguir usando esos espejos, sean de bolsillo, colgados o gigantes; sean vidriados o estén hechos con artículos y papel de periódico.
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