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Han leído el título del artículo y se han sonreído, no mientan. Y todos lo están viviendo en sus carnes; unos sufriéndolo en silencio y ... otros viendo a su pareja dar paseos al trastero, escaleras arriba y abajo, como si fuera uno de esos locos que suben el Empire State Building escalón a escalón. La cosa adquiere tintes dramáticos en esta Castilla nuestra, que un día nos extermina con su calor de horno pirolítico, al siguiente nos da para desayunar un frío traído de Islandia y dos más tarde nos ofrece de almuerzo un aguacero que haría las delicias de Gene Kelly. Por supuesto, en poco más de dos horas todo puede cambiar. Alguien sale de buena mañana de Parquesol con una chaqueta, cuando llega al centro le sobra hasta el cinturón y, si se descuida con las cañas vespertinas, se abrocha el bléiser y guarda las gafas de sol porque está más nublado que en Hogwarts.
Es justo decir que no hay que alarmarse; como decían Siniestro Total, «ante todo, mucha calma». Eso que en otros lares llaman entretiempo aquí dura una semana, como mucho. Lo lógico es que, antes de que se den cuenta, la solana extienda sus dominios hasta hacernos buscar los soportales de Fuente Dorada con el mismo ahínco con el que se intenta reservar una mesa para cenar en las fechas próximas a Navidad. Pero hay que vivir estas jornadas de zozobra. Y justo ahí es donde la gente acaba de recoger el zapato cerrado, ha sacado sandalias y alpargatas como si ya estuvieran en La Barrosa de Cádiz y se han despertado el martes con una fresca matinal que les ha dejado los tobillos como si acabaran de meterse en la ría de Ferrol en febrero. Estos días son una suerte de juego de las Siete y Media. Pides carta y te sale un seis, que es un «sí, pero quién sabe», un no está mal. En términos meteorológicos es una gabardina por si las moscas. El caso es que te salen veinticuatro horas de una incandescencia sofocante; tanto que llegas a dudar de si Vladimir o su colega de pelo cepillo, el risitas de Corea del Norte, habrán decidido acabar con tanta pantomima, pulsar el botón del pum definitivo y te está llegando el ardor. Otro día arriesgas y, como a las diez y media prevén veintidós grados, te crees seguro y sales directamente con una camisa o un polo. Quince minutos después de la previsión, las nubes resuelven descargar como si fueran un helicóptero de los que apagan los incendios forestales y te conviertes en la víctima de un tsunami que te deja la ropa interior igual que si acabaras de salir del centrifugado de tu lavadora. Lo gracioso es que, al mediodía, vuelven a encender la sauna y tu indumentaria se seca dejándote unas rozaduras comodísimas gracias a la humedad, amén de que saliste de casa arreglado como un modelo y vuelves pareciendo Santiago Segura tras una noche de farra.
A lo que vamos: que el cambio de armario es un trámite odioso; que además de las idas y venidas lleno de cajas y perchas, hay que hacer balance de si con aquel pantalón maravilloso que nos poníamos al final del pasado verano ahora parecemos la foca Marisol; que es pertinente tomar decisiones radicales, como jubilar esa camisa de la suerte con la que ibas a Sotabanco en 2011 y que lleva entrando y saliendo del ropero desde entonces con menos éxito que el guionista de La familia de la tele; o que implica un repaso de tu vida actual para gestionar tanto trasiego con un mínimo de orden y pones a prueba tus nervios porque, mientras tú has hecho seis viajes cargada como el elefante de Aladdin, tu marido lleva cinco horas tirado en el sofá enlazando Roland Garros con la final de la Champions.
En resumen: hay que cruzar ese puente, y cuanto más se deje será peor. Así que desenfunden el ventilador y prepárense un gazpachito fresco para los descansos. Si ven que la tarde se enfría, recurran a un caldito rápido y a la manta del sofá para completar la ropa de cama. O no, ustedes verán. Les aseguro que no van a acertar. Pero recuerden, apenas serán unos días. Creo.
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