Hay un campo de amapolas
«Me fastidia en lo más hondo que apostemos por lo bello sólo para que lo valore el resto»
Hay un campo de amapolas junto a una carretera sucia y gris. Los habitantes cercanos han visto, a través de esas pantallas en las que ... con frecuencia viven, que es bonito, así que han decidido que si los pudientes viajan a Roma y se sacan instantáneas que jamás imprimirán tirando monedas a una fuente, ellos mostrarán al mundo su efigie pisando un pasto anegado de flores reventonas en medio de la seca y agreste Castilla. Lo difícil es fingir que ese terreno está perdido de la mano de Dios, como cuando una influencer posa en una playa desierta justo en el ocaso. Pero el truco se deduce enseguida, porque la creadora de contenido ha hecho que su séquito le aparte a la plebe para que el objetivo no los capte. Además, la mágica luz del atardecer es cosa de un diseñador digital de Albacete que se llama José Luis. De igual modo, los que echan la tarde en la campiña deben ceñirse a un plano corto para que no se vea que hay dieciocho personas, justo a su lado, que han tenido la misma idea.
Todo esto es intrascendente, en realidad, y no hacen daño a nadie. Pero me hace pensar en cuál es el propósito de la aventura. Me daría pena que la intención sea obtener la foto idílica que sugieren los decálogos de las revistas, de medio lado y adelantando una pierna para salir estilizados, y publicarla en cualquier lugar a ver si su entorno la contempla con asombro. Entiéndanme, no lo critico y cada cual que obre como prefiera, pero yo, que también tengo opinión, incidiría en lo bonito que es lograr una estampa de fondo precioso en la que se salga guapo y se agrade a uno mismo. Sin más. Un retrato para poner en el salón y recordar este junio, a días lluvioso y a horas ardiente, que dio a luz un accidente temporal bordado de flores.
Noticias relacionadas
Me fastidia en lo más hondo que apostemos por lo bello sólo para que lo valore el resto. El otro día, despotricando de todo lo que se mueve con un par de amigos, me preguntaban cuándo se había esfumado nuestra forma de vida. Yo sigo disfrutando de la mayoría de lo que hago y no tengo claro que esto sea el acabose. Sin embargo, si hay que ponerse dramático, empezó a ir mal el día en el que delegamos en los demás la tarea de sentirnos bien. «Qué guapa estás en la foto de las amapolas, Laurita». Supongo que la susodicha lo agradecerá, mas la tragedia viene en el momento en que se sube la imagen y cosecha seis tristes corazoncitos y uno es de su suegra. Qué calamidad. Qué desdoro. Pues ahí es cuando insisto en el «qué más da». Mírate en el espejo, Laurita. Quiérete. Vas a ir cumpliendo años y tendrás que sacarte partido. Todos disfrutamos de gustar, pero tu dignidad se extingue el día en el que alguien te dice que tal cosa no te queda bien y te cambias. A no ser que te hayas vestido en minuto y medio tras una noche salvaje y tu trabajo dependa de una urgencia ineludible que te obliga a saltar desde la cama hasta el portal sin lavarte los dientes, vales mucho más que lo que te diga cualquier pelamanillas. Incluso aunque lo escriba este mísero articulista. Los chavales elegantes se ponen un polo viejo y gastado de cuando su padre tenía dieciocho años y van como un pincel. Muchas chicas no necesitan más que cuatro trapos y una sonrisa para iluminar una habitación. Y no, ninguno de ellos marca tendencias o sigue fielmente los dictados de algo tan cambiante como la moda. Al contrario, tienen algo simple y contundente que les hace exudar cierto brillo. Algunos lo confunden con la personalidad; yo lo llamaría verse bien. Y les importa un bledo, como a Clark Gable, la valoración de alguien que les sigue en Facebook. Tampoco tiran de frases grandilocuentes en sus publicaciones. No entrecomillan «lo que opinen los demás está de más», parafraseando a Ana Torroja. No necesitan el favor ajeno ni han venido a llevarse el aplauso del público. Esos de los que hablo también han visto el terruño de marras, pero se han limitado a observar tanta hermosura e intentar no escuchar los odiosos comentarios de los que llevan veinte minutos pisando pétalos para hacerse la foto perfecta.
Hay un campo de amapolas que el calor secará, anulando esos candentes rojos y dejando los habituales tonos pajizos. Se olvidará hasta que otros azares lo devuelvan al estado actual. Entonces seguro que alguien, buscando el fondo que le hizo resplandecer, dirá: yo tenía una foto ahí.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.