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Dormitorio de niños del Hospicio a principios del siglo XX.

El Hospicio vallisoletano en 1900: una historia de miseria

Una tesis doctoral desvela las condiciones de vida de los lactantes sin familia entre 1900 y 1930, marcadas por la penuria y unas condiciones higiénicas deplorables

enrique berzal

Valladolid

Lunes, 9 de octubre 2017

En 22 de marzo de 1913 a las 20 y 40 minutos fue expuesto en el torno de este Asilo con un papel que dice ‘Estos dos niños han nacido a las 2 de la tarde y no están bautizados’. Le expusieron envuelto en una enagua usada con volante y junto a su hermano gemelo que ocupa el folio siguiente». Es una de las muchas, muchísimas referencias documentales que atestiguaban la triste llegada de nuevos «huéspedes» al Hospicio vallisoletano, recogida por María Ángeles Barba Pérez en una tesis doctoral que aborda «La alimentación y cuidado de los lactantes» en dicha institución entre 1900 y 1930.

Dirigida por las profesoras de la Universidad de Valladolid Magdalena Santo Tomás Pérez y Concepción Marcos del Olmo, y defendida con éxito el pasado miércoles en el salón de Grados de la Facultad de Filosofía y Letras de la UVA (obtuvo la máxima nota, ‘Sobresaliente cum laude’), se trata de una aproximación novedosa al devenir cotidiano del Hospicio, instalado desde 1801 en el Palacio de los Condes de Benavente (hoy Biblioteca Pública), centrada sobre todo en la «Inclusa» y en sus pobres asilados. El de Inclusa era el nombre que daban los reglamentos del Hospicio Provincial a su Departamento de Lactancia (para niños hasta 15 meses) y, por extensión, al Departamento de Menores, también llamado de Destete (de 15 meses a 5 años).

‘La alimentación y cuidado de los lactantes en el Hospicio Provincial de Valladolid entre 1900 y 1930’ transita por un objeto de estudio prácticamente inexplorado, hace acopio de abundante documentación archivística procedente de fuentes diversas (archivos municipal y de la Diputación Provincial, fundamentalmente), incluye numerosas tablas, gráficos y fotografías históricas y se abre con un interesante panorama general del Hospicio y del edificio donde se ubicó definitivamente, el Palacio de los Condes de Benavente (anteriormente había estado en las Casas del Duque de Híjar, situadas en la «Plazuela de los Leones», hoy de las Brígidas).

Dependiente de la Diputación Provincial desde mediados de la centuria decimonónica y regido por las Hermanas de la Caridad, el Hospicio aunaba la finalidad propiamente benéfica con trabajos derivados de su imprenta y de unos talleres textiles, muy poco rentables a tenor de las quejas constantes de los asilados, víctimas del hambre y el frío; también poseía, como nota curiosa, una banda de música que a veces tocaba por las calles.

En 1863, la institución hacía gala de su pretensión de salvar «el honor de las mujeres que han concebido ilegítimamente y evitar infanticidios que la vergüenza provoca», al tiempo que proporcionaba «la lactancia a los niños de ambos sexos que nacen en el departamento de Maternidad y sus madres determinan dejarlos a cargo del Hospicio; a los habidos ilegítimamente y abandonados en cualquier pueblo de la provincia, y a los presentados en el torno del establecimiento o entregados en la Dirección del mismo».

Pero lo cierto es que sus benéficos propósitos se topaban con unas condiciones materiales e higiénicas deplorables. A la ausencia de servicios decentes se sumaban inconvenientes como el mal estado del agua o la falta de acristalamiento de ventanas, lo que hacía insoportable el frío y acrecentaba el riesgo de infecciones. «Con dos médicos y un practicante, más dos ayudantes, un enfermero y una enfermera, que no eran profesionales titulados ni cualificados como los actuales, se atendía a toda la población asilada», explica María Ángeles Barba.

Tampoco la alimentación de los asilados daba alas al optimismo. Según los reglamentos, los mayores de tres años debían recibir diariamente «500 gramos de pan; 50 gramos de carne, o 25 de bacalao, o un huevo; 56 gramos de garbanzos, 28 gramos de tocino, dos centilitros de aceite», además de lo necesario para condimentarlos, y se distribuían en «sopa por la mañana, cocido a mediodía, y por la noche sopa, o bien arroz, patatas o alubias o bacalao».

Aunque esta dieta no difería mucho de la habitual en la mayor parte de la población –exceptuando las clases pudientes–, la realidad es que estaba lejos de las recomendaciones actuales para una alimentación saludable, pues no incluía frutas ni verduras (la fruta solo se empleaba para «los acogidos enfermizos o débiles»). La leche solo se administraba a los menores de tres años. Un dato curioso es que el vino, aunque no aparece reglamentado en la dieta, figura como un gasto corriente y en cantidades importantes. «Tenemos un Hospicio (…) cuya alimentación ha sido mil veces incompleta», se lamentaba El Norte de Castilla en 1901; «la talla de nuestros pobres hospicianos es bajísima, niños hay de doce y trece años que parece no han llegado a nueve».

En el torno

La Inclusa, por su parte, acogía a los niños abandonados de toda la provincia, la mayor parte ilegítimos. Lo más curioso es cómo llegaban a la institución: «Casi todos eran expuestos en el torno de la propia Inclusa, que he ubicado en la fachada principal, en la esquina de San Nicolás, el lugar más resguardado de la plaza, lo que facilitaba la clandestinidad para el acto del abandono», apunta la autora. A esos expósitos había que sumar los «echados» en las dos «hijuelas» o tornos secundarios de la provincia, situados en el Hospital de la Concepción de Medina del Campo y en el convento de San Francisco de Medina de Rioseco, así como a los abandonados en lugares públicos tanto de la capital como de los pueblos.

Otros niños ingresaban a través de la Diputación Provincial, mediante la pertinente solicitud, o directamente los que nacían en el Departamento de Maternidad, pensado para «refugiar» a las mujeres que querían esconder su embarazo. La profesora Barba Pérez cifra en 425 niños el promedio de ingresos anuales entre 1900 y 1930, la mayoría de menos de 1 mes y muchos el mismo día de su nacimiento. De hecho, entre el 3 y el 4% de los niños nacidos en la provincia acababan en la Inclusa: «La mayor parte eran hijos ilegítimos y su estrato social muy bajo, como denotan los ‘trapos’ que vestían la mayoría de los expósitos del torno. Los Reglamentos del Hospicio ponían como condiciones para el ingreso la ilegitimidad y la pobreza y casi siempre iban juntas, se admitían hijos legítimos cuando la familia no tenía recursos para su lactancia». «El día 13 de Febrero de 1902 a las trece horas de su día fue expuesto en la cuna del Establecimiento envuelto en un refajo de lana roto», señala, por ejemplo, uno de los documentos manejados a este respecto.

Poco se sabía de estos niños expósitos más allá de las notas que se dejaban junto a ellos al ser entregados en el torno: «Las hay ingenuas, dramáticas, agradecidas o suplicantes, pidiendo buen trato, o justificando la exposición por imposibilidad de criar al niño, algunas muestran intención de recuperar al hijo o se utilizan a modo de recibo o resguardo, incluso ofrecen recompensas, aunque sean más veces espirituales que económicas. Especialmente dura, aunque refleja una situación aceptada entonces como normal, es la que escribe un hombre que parece pudiente y conocido de la Inclusa recomendando al hijo de la nodriza que tenía contratada en su casa para que le asignen pronto un ama de cría». Al entrar, al niño se le asignaba un «atillo» con su ajuar completo, una nodriza interna y un número; luego le colgaban del cuello el «plomo» de identificación, consistente en una medalla con el número troquelado en una cara y en la otra a San José.

San José

De hecho, el Hospicio adjudicaba a estos niños expósitos el apellido «San José» por tratarse de su patrón protector, al que en 1903 se añadió, como segundo apellido, el de «Prado», en referencia a la Virgen del Prado que se encuentra en la Iglesia de San Nicolás de Bari, parroquia del Hospicio. En 1907 se abolió esta costumbre por contravenir la ley vigente, que prohibía utilizar apellidos que denotaran la condición de expósito.

Aun así, en pueblos de la provincia se siguió empleando: en Medina del Campo se les adjudicaba los apellidos Ruiz y Barrientos, en referencia a los benefactores Simón Ruiz, conocido banquero que fundó el Hospital de la Concepción, y el obispo Lope de Barrientos, impulsor del desaparecido Hospital de la Piedad o del Obispo, mientras que en otros pueblos utilizaban nombres de santos y arcángeles (San Sebastián, San Juan) o el toponímico (de Tiedra).

La Inclusa de Valladolid, como solía ser habitual en la época, disponía de muy pocas nodrizas, pues cada una tocaba a una media de 3-4 niños. Ello hacía necesario recurrir a la lactancia artificial, circunstancia muy peligrosa en esos momentos por las comentadas deficiencias higiénicas. De ahí que se empleara también la crianza externa por medio de nodrizas que, sin embargo, cobraban un salario miserable, menos que las internas. La autora de la tesis ha constatado además la existencia de «comisionados» en los pueblos, una suerte de intermediarios entre las nodrizas y el Hospital que explotaban a aquellas para ganarse un dinero.

Mortalidad

Las malas condiciones higiénicas explican que la mortalidad de los expósitos fuera tremenda: «Más del 40% de los niños ingresados fallecieron en el establecimiento, que disponía de un depósito de cadáveres y de un sepulturero. Si sumamos a los niños que fallecieron dentro los que lo hicieron con las nodrizas, resulta un dato total en torno al 75% de fallecidos, la mayoría en su primer año de vida». De hecho, los lactantes que no salían a crianza externa estaban prácticamente condenados a morir en la Inclusa, principalmente por infecciones, sobre todo gastrointestinales, enfermedades de carácter nutricional o digestivo y por sífilis congénita.

«Los niños de crianza externa tenían más posibilidades de supervivencia, aunque más de la mitad fallecieron con las nodrizas, lo que pone de manifiesto las condiciones de pobreza en que vivían», señala María Ángeles Barba, que ha calculado que si un niño nacido en la provincia tenía una posibilidad de sobrevivir más de 1 año del 80%, ésta bajaba al 76% para los nacidos en la capital y al 38% para los incluseros. Aunque la institución provincial trató a menudo, y con preocupación, este problema, no consiguió paliarlo porque el presupuesto destinado al Hospicio siempre fue insuficiente y muchas veces mal gestionado, sin olvidar determinadas situaciones fraudulentas en las que estuvieron implicados algunos diputados.

Las más de 700 páginas de esta tesis doctoral permiten concluir, en palabras de Barba Pérez, que «la historia de los lactantes de la Inclusa Provincial de Valladolid, como la de los expósitos en general, no es ni más ni menos que un relato de miseria, económica y moral, en la que los niños son los protagonistas y las víctimas principales, pero en la que el papel de las mujeres no es secundario; sus avatares de vida transcurrieron enlazados, madres que les abandonaron y nodrizas que les criaron y les volvieron a abandonar cuando consiguieron sobrevivir, mujeres que fueron causa y en ocasiones a su vez víctimas de la misma historia. Las Inclusas, pensadas para protegerles, no fueron capaces, no consiguieron proporcionarles los cuidados más básicos, como lo demuestra la elevada mortalidad que siguieron padeciendo en el siglo XX».

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