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No todos los monumentos son La Antigua. No solo es arte la escultura de Zorrilla. La historia de Valladolid va más allá del Conde Ansúrez, ... la capitalidad de la Corte, Felipe II, el Palacio Real. «Hay que poner en valor todo nuestro patrimonio, también el más cotidiano, porque los barrios, incluso los más modernos, están llenos de historia», explica Jesús Anta, paseante curioso, escritor, cronista a pie de calle. Fue el encargado de liderar este domingo la visita guiada por La Rondilla, organizada por la asociación vecinal con motivo de las fiestas del barrio. Un recorrido que sirvió para reivindicar esa riqueza que se despliega más allá del casco histórico.
«Cuando se habla de edificio emblemático siempre pensamos en la catedral, el Ayuntamiento. Pero también los barrios tienen esos edificios que por su belleza o por su utilidad perviven y que, por lo tanto, se convierten en emblemas de una zona», defiende Anta. Lo hace frente al centro cívico, estrenado a principios de los años 90 como Casablanca y rebautizado después con el nombre del barrio.
Justo detrás emerge el seminario mayor, «un edificio de estilo escurialense, de 1965, con una arquitectura característica del franquismo que remitía a épocas pasadas; por ejemplo, con las dos torres laterales de la construcción». El problema es cuando esos hitos que fueron importantes para el barrio desaparecen, enterrados por la piqueta. «Un ejemplo es el colegio San Juan de la Cruz, que se derribó para construir la futura sede de la Seguridad Social».
El paso del tiempo sí que ha respetado dos conventos clave para la historia del barrio. El primero es el de Santa Teresa, que fijó en Valladolid su cuarta fundación. De un solar malsano cerca del puente de Arturo Eyries, pasó el 10 de agosto de 1568 a estos terrenos, obtenidos gracias al mecenazgo de María de Mendoza. El segundo es el de Santa Clara, «el cuarto edificio religioso más antiguo de Valladolid, por detrás de La Antigua, la Colegiata y la iglesia de San Martín», recuerda Anta. Una bula del Papa Inocencio IV, del año 1246, permitía a la comunidad construir un templo y convento en Valladolid, «si bien la traza que hoy vemos es de cerca del año 1500».
En el entorno de estos conventos vivían obreros, trabajadores del servicio, que tenían cerca su morada. De ahí, por ejemplo, el nombre de la plaza de las Once Casas, donde el plano de Ventura Seco (de 1738) consignaba precisamente ese número de viviendas en esa zona. «La toponimia es clave para estudiar la historia de un lugar», argumenta Anta.
Así, durante la ruta, recuerda el origen de la calle Mirabel, que alude al palacio del mismo nombre que Alfonso X El Sabio tenía «al principio de La Overuela» y al que se llegaba por esta calle hacia San Nicolás y el puente Mayor. O Portillo de Prado y de Balboa, como recuerdo de los pasos aquí situados para ingresar en la ciudad y en los que los comerciantes llegados de otros puntos debían pagar impuestos si querían vender sus productos en Valladolid.
«Los portillos eran entradas más pequeñas. Los carruajes hacían su entrada por la puerta de Santa Clara, que estaba situada en la avenida de Palencia, a la altura de las actuales calles Quebrada y González Dueñas. «Además, muchos de los nombres están vinculados con el convento de Santa Teresa», bien por sus obras (Oración, Penitencia, Éxtasis), bien vinculado con otros escritores del siglo de Oro (Calderón de la Barca, Tirso de Molina).
Curiosa es la alusión al Cardenal Torquemada, porque merece un matiz: «No es el de la Inquisición, sino un tío suyo, Juan de Torquemada (1388-1468), un hombre sabio, que apostaba por la convivencia entre las tres culturas, que fue asesor del Papa e impulsó la construcción de San Pablo«. La puerta de los carros, que daba acceso al servicio para el convento dominico, se conserva a la altura del número 12 de Rondilla de Santa Teresa. Y muy cerquita, en estos jardines, hay la escultura de un león con el escudo del duque de Lerma. «Todo esta parte estaba en la ronda exterior a la muralla, y de ahí viene el nombre de este barrio».
Anta recuerda durante la visita que la mayor parte del barrio está construido sobre huertas y lecherías, con un auge urbanístico «y especulativo» en los años 50 y 60 para acoger a numerosas familias llegadas del medio rural. «La lucha vecinal consiguió dotar a la zona de servicios y permitió paralizar, en los años 80, la construcción masiva de más casas (hasta el río llegaban) para que en su lugar estuviera el parque Ribera de Castilla», uno de los más bellos de la ciudad.
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