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Continúa la racha de salidas a hombros en la feria de la Virgen de San Lorenzo. El sevillano Daniel Luque protagonizó ayer la tercera. :: REPORTAJE FOTOGRÁFICO DE RAMÓN GÓMEZ
FIESTAS DE SAN LORENZO | TOROS

Triunfa la ambición de Luque

El joven torero sevillano protagonizó la tercera salida a hombros de la feria, en una tarde en la que también Leandro «tocó pelo»

PACO AGUADO

Miércoles, 8 de septiembre 2010, 11:44

Fue tarde de nubes y claros. El otoño dio un avance informativo y nos adelantó, en breve, las nubes, el viento racheado, algo de fresco y hasta una tímida e intermitente lluvia que, mediada ya la corrida, sucumbió ante la pálida fuerza del sol del crepúsculo. Nubes y claros en lo climático y también en lo taurino, pese a que la muy bien presentada corrida de Fuente Ymbro ofreció posibilidades para que, una tarde más, brillara radiante el sol del toreo sobre el ruedo del Paseo de Zorrilla.

Los claros siempre los puso Daniel Luque, que hizo que contra la dominante grisura de la piedra del tendido contrastara la luz de su frescura, de su ambición juvenil por el triunfo. Una ambición que aún no tiene domada, y que por eso le surge a borbotones, impulsiva, irrefrenable. A veces, inoportuna.

Captó el público desde el primer momento el alegre mensaje del adolescente sevillano, ese que lanzó resonante desde que saludó a su primer toro con unos impávidos lances a pies juntos. Pero lo mejor llegaría después, una vez que Luque dejó de preocuparse por el viento que movía la muleta y se dedicó a someter la codiciosa y vibrante embestida de ese precioso toro castaño por el pitón izquierdo. Pedía el toro plaza y mando, y Luque, ya desentendido de cualquier otra cosa que no fuera responder en esa medida al animal, se lo dio todo. Y también le dio unas cuantas tandas de naturales de gran calado, haciendo que el bravo siguiera con intensidad una tela que barría la arena y le exigía sacar de sus entrañas toda la raza acumulada de la buena genética.

Vibró también el tendido con esos momentos cenitales de la faena, en los que el pulso de Luque latió con menos impulso en favor del temple. Y seguro que le hubieran premiado con las dos orejas del de Fuente Ymbro de no haberse dejado llevar de nuevo por la ansiedad del triunfo, ese nubarrón que ensombreció la obra con un horroroso metisaca de la espada en lo que los antiguos llamaban el «chaleco» del toro, o sea, mucho más abajo del objetivo ortodoxo del hoyo de las agujas.

Una vuelta al ruedo de menos valor que aquello que la motivó no podía ser consuelo para este inconformista de la nueva generación. Así que, como era de esperar, Luque salió aún con más rabia a aprovechar como fuera a ese sobrero viejo, mostrencón y corraleado de Valdefresno, que sustituyó al inválido sexto de la divisa titular. Pero, pese a su fea hechura, el toro charro no fue mala gente. Es más, ni siquiera se defendió a pesar de andar muy débil de riñones.

Con una visible ansiedad por recuperar lo perdido, no se fío Luque en un principio de las ideas de tan venerable pero feo enemigo, sino que puso en el diálogo aún más impulsividad, cierta brusquedad en el manejo de las telas y un punto de ligereza de planteamientos que parecieron fuera de contexto, aunque mantuvieron viva la atención de la gente. Sólo cuando se liberó de la tensión, y cuando dejó fluir relajadas sus muñecas, consiguió el sevillano los mejores muletazos: de nuevo unos excelente naturales que el toraco aceptó con dulzura y recorrido. Torero y faena recobraron frescura y confianza. Y luz. Y, tras una estocada trasera, el público le premió con dos orejas algo excesivas, pero claramente compensatorias del conjunto de su actuación.

También Leandro «tocó pelo», una oreja concedida con cariño por los paisanos después de verle afanarse ante un primer toro que se movió con brusquedad y que no regalaba las embestidas. Quiso mostrar el vallisoletano que hay en su concepto algo más que calidad, y ese empeño estuvo a punto de costarle caro en dos feas coladas en las que el de Fuente Ymbro le levantó, visto y no visto, los pies del suelo. Lástima que el gran espadazo con que lo tumbó instantes después no lo repitiera con el quinto, un ejemplar de gran clase al que Leandro toreó con extrema delicadeza, en series no demasiado largas, con la mano derecha. Pero el toro, resentido de los cuatros traseros tras el largo trasteo, le puso las cosas difíciles a la hora de cuadrarse para la suerte suprema.

Como consciente telonero, abrió plaza Finito de Córdoba, que con un lote de toros muy manejable se limitó a cubrir las apariencias, a aplicar con desilusionada rutina la ley antitorera del mínimo esfuerzo.

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