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JULIÁN BÁSCONES
Domingo, 13 de junio 2010, 04:12
A uno le encantaría no recordar muchas cosas, porque preferiría ignorarlas. A pesar de todo, ahí están. La sociedad actual está generando un tipo de hombre eficaz, agresivo y avasallador. Un hombre que no soporta puntos de vista diferentes, análisis contrapuestos, posturas enfrentadas, rivales políticos. Un hombre capaz de machacar, destruir, reducir al silencio al adversario. La falta de flexibilidad no permite sintonizar con aquellas voces que suenan discordantes. La posesión absoluta de la verdad es una idea trasnochada y caduca que todavía se encuentra asentada en bastantes mentes humanas, cuando la verdad debe ser descubierta en los demás a través de una actitud de diálogo y escucha. Y, sin embargo, resulta preocupante la carencia de las normas más elementales del diálogo y el respeto.
En las discusiones familiares, al igual que en cualquiera de los debates de la vida pública nacional, el derrocamiento del otro representa una prueba aplastante del éxito, del triunfo o del voto que es lo único que interesa en la actualidad. Se me antoja, que en estos momentos el lenguaje cabalga a lomos de la descalificación, del insulto y de la golfería. Y esto nunca puede constituir un argumento serio y contundente, de fuerza y de peso, sino raquítico y pobre. La elegancia siempre viajó, y lo sigue haciendo, acompañada de la finura y la delicadeza, algo que está reñido con lo burdo y ordinario, con lo vulgar y barriobajero.
Existe demasiada agresividad almacenada en los ciudadanos. Dudarlo sería de necios, ocultarlo, de insensatos. Estamos inmersos en una sociedad encrespada, erizada, enervada, con el insulto en los labios, en una sociedad en la que se ha puesto, al parecer, de moda la violencia de las palabras. El lenguaje se ha hecho tremendamente duro, punzante y violento, se ha convertido en un arma afilada dispuesta a herir o sajar como un bisturí. Se precisa una palabra medida y un corazón templado para no caer en la intransigencia y la intolerancia. Y, aunque una postura de comprensión es tarea poco fácil, conviene trabajar para conquistarla.
Ciertamente, quienes carecen de razones con mucha frecuencia suelen cometer la osadía de alzar el tono de la voz para intentar convencer con los gritos. Cuando las capacidades mentales escasean, uno trata de hacerse oír con estridencias verbales o exabruptos. Como un río embravecido así acosa a la ciudadanía el griterío y la contagia la zafiedad. ¿No valdría la pena ejercitarse un poco en saber hablar? Los gruñidos detonantes deberían proceder únicamente de aquellos vivientes inferiores en la escala. Apaciguar el fuego, el ardor del lenguaje, representa un verdadero ejercicio democrático. Produce pena, si no rabia o indignación, escuchar a ciertos políticos. Sus discursos, en la mayoría de los casos, se reducen a un coro orquestado con voces desacompasadas y malsonantes. Actitudes de otro tiempo ya no están de moda, no se llevan y, por tanto, tienen que desaparecer, al menos de nuestro léxico. Y, ¡qué casualidad!, que aquél al que le asiste la razón suele adoptar un tono de suavidad y de temple. Porque la verdad dicha con libertad y en el amor se abre paso por sí misma.
A uno le apetecería soñar con un mundo de personas sinceras y nobles, orgullosas de actuar en la vida sin dobleces, exentas de hipocresía, que elevan su voz sin acritud, sin trampa ni engaño. Decir las cosas con firmeza y con pasión, no supone utilizar la agresividad. Cuando se habla bien, se entiende la gente. No está bien convertirse o transformarse en energúmenos incapaces de convivir en una sociedad civilizada. Es verdad que la sociedad tiene que defenderse, pero nunca debe hacerlo con un lenguaje violento y agresivo que vuelva a engendrar una nueva espiral de mayor violencia. La justicia no conduce a la aplicación de la misma agresividad como castigo, sino a la apertura de un sitio para el perdón del corazón y para el amor gratuito. No podemos permitir que se vislumbre al fondo la oscuridad de la caverna.
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