El señor de los objetos
RAFAEL VEGA
Sábado, 22 de mayo 2010, 02:37
El 12 de septiembre del 2001 Robert Gober cumplía 47 años, aunque este escultor de Connecticut no estaba para celebraciones. Nueva York, la ciudad donde vive y desarrolla su trabajo, era aquel día la puerta del infierno, un objeto transformado demencialmente, la obra de un arte abisal.
Al margen de su finalidad destructora, no hay atentado que no busque en la mente de la humanidad el camino dialéctico hacia del miedo. Para ello utiliza las mismas herramientas que el arte a fin de consignar su propia poética. Sólo así es capaz de retorcer el sentido de las cosas, transformar la realidad conceptual de los objetos y enfrentar a cualquier símbolo ecuménico con sus demonios.
El terror del 11-S fue perpetrado con tal contundencia que aún hay incontables significados extraviados en nuestra memoria. Algunos jamás volverán a ser lo que fueron. Y Gober lo sabía. No en vano es heredero de Duchamp y del arte encontrado, capaz de hallar en los objetos cotidianos el envés de las ideas. Su estética lleva más de treinta años buscando entre los pliegues de nuestra mente los criaderos de palabras. Sus lavabos cuidadosamente esculpidos, tallados y pintados en materiales contradictorios con el uso del significado que construyen, se dejan seducir por piernas infantiles que cuelgan como chorros, ojos y bocas desubicados y tamaños desmedidos. Sólo el blancor de los lavabos y de los urinarios permite deshacernos de la inmundicia con la atención y la observancia debidas. Sobre la superficie inmaculada puede aislarse el pecado, contemplarse minuciosamente y averiguar su naturaleza antes de arrastrarlo por el sumidero; excepto cuando éste no existe y el lavabo carece de salida. Entonces el espectador comprende que, en ocasiones, la inmundicia se acumula hasta anegar el alma. Puede que por eso, el día de su 47º aniversario, Gober comprara cuantos periódicos pudo y utilizara sus páginas impresas con el horror del 11-S para pintar torsos amatorios. Acaso por esa misma razón sus cristos crucificados manan agua del pecho, un agua tan exuberante como higiénica, que afronta el ridículo con una excepcional y divina dignidad.
Sin embargo, hay en la obra de Gober, al menos, un enigma que el artista oculta bajo la intrascendencia. Se trata de las piernas, vestidas y desnudas, que brotan del zócalo, a ras del suelo. Algunas yacen boca abajo, aun sin cabeza que lo indique, mientras otras, desparejadas, lo hacen con la punta del pie mirando al cielo. Esta extremidad desposeída de contexto es quizás una de sus obras más inquietantes, pues enfrenta el objeto encontrado con la esencia del propio espectador que se reconoce en él. A esta identificación contribuye, sin duda, la meticulosidad con que Gober afronta la realización de la pierna pues recurre, incluso, a la utilización de pelo humano para dotar de verosimilitud a la piel impostada.
Hay en las piernas huérfanas y calzadas de Gober una perversión literaria, un juego mental y peligroso, el mismo que utilizó William Golding cuando consiguió que una cabeza de cerdo ensartada en un palo se convirtiera en el Señor de las moscas, inmortal y temible como un dios extravagante, capaz de entrar en la cabeza novata de un niño y husmear en la oscuridad de su memoria, donde los secretos tiemblan por el pavor a ser descubiertos, donde las palabras que nos definen y tejen nuestras ideas cohabitan bajo una promiscuidad deliciosa. De sus roces surgen conceptos imposibles. Algunos suben y estallan como bombas japonesas, para nuestro deleite, hasta que sus ascuas se desvanecen, pero otros producen monstruos enfermos, incapaces de vivir y de morir en paz.