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Pensamiento. Javier Gomá, en su despacho de director de la Fundación Juan March. Ignacio Gil
«El hombre es débil y hoy creo que la humanidad también»
Javier Gomá - Filósofo

«El hombre es débil y hoy creo que la humanidad también»

El autor de la 'Tetralogía de la ejemplaridad' reflexiona sobre cómo la pandemia nos ha puesto ante el espejo de nuestra propia vulnerabilidad

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Domingo, 29 de marzo 2020, 00:44

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«Lo importante no es la muerte, sino la conciencia de nuestra finitud». Recluido en Madrid, centro nacional del drama del coronavirus, el filósofo Javier Gomá reflexiona sobre la fragilidad de los seres humanos en un tiempo en que la ciencia ponía ante nosotros la perspectiva de alcanzar los 120 años de vida. Todo eso se ha venido abajo, y con ello, un puñado de certidumbres. Los héroes de ayer hoy no son nadie y los ídolos de nuestros días son quienes luchan sin desmayo por salvar vidas. El autor de la 'Tetralogía de la ejemplaridad' se lamenta de que las sociedades modernas hayan hurtado a los ciudadanos la conciencia no de la muerte, sino de la mortalidad y lo que supone.

– De pronto, nos hemos dado cuenta de que podemos morir de una pandemia. ¿Hemos adquirido conciencia de nuestra fragilidad?

– Es como si todos fuéramos esos emperadores romanos a quienes, en medio del triunfo, se les decía al oído: «Recuerda que eres mortal». La cultura occidental es un triunfo: de bienestar material, derechos, organización política, tecnología, cultura. Y como todo triunfo colosal, acecha la tentación de la divinización. Es un error, no solo porque ser como los dioses es contradecir nuestra naturaleza. Es que además los dioses griegos se pierden gran parte de lo bueno del bocado de la vida. Las cosas más interesantes son humanas y existen porque somos humanos.

– ¿La tecnología nos había convencido de que tendríamos una vida larga y satisfactoria que solo podía truncar un accidente?

– Las proyecciones supuestamente científicas o tecnológicas suelen ser poco fiables. ¿Hay algo más pasado de moda que una película de ciencia ficción de hace veinte, treinta o cuarenta años? Cuando la ciencia y la tecnología se ponen a imaginar, son las más fantasiosas de las disciplinas. Respeto su trabajo, pero reconozco que, en el ámbito del saber, por encima de la ciencia de la naturaleza pongo el conocimiento de uno mismo, aunque, por supuesto, desde un punto de vista práctico, apoyo todo lo que haga la vida más larga, más avanzada y más confortable.

– Se nos ha hurtado el debate sobre la muerte. ¿Qué consecuencias tiene?

– La muerte es un auténtico asco y un delito contra la dignidad humana. El delito contra la dignidad es tratar a lo que tiene dignidad como si solo tuviera precio; es decir, la cosificación. Y no hay un delito de cosificación más grande que convertir esa maravilla que es un individuo libre y consciente en un cadáver, expuesto a la corrupción. De todos modos, lo que nuestra sociedad realmente hurta al ciudadano no es la muerte, sino la mortalidad. La muerte es omnipresente en telediarios, películas, videojuegos y cómics. Pero se trata de la muerte como hecho biológico, sin significado. Lo importante es su significado: la mortalidad, la consciencia de nuestra finitud.

La pérdida

– ¿Qué cambia en mayor medida nuestro concepto de la vida?

– Por desgracia, tengo muy mala memoria para las citas literales, pero hay una de J. Williams que viene al pelo. En 'El hijo de César' leemos más o menos: «La pérdida es la cualidad intrínseca de la existencia porque es un conocimiento que nadie puede transmitirnos». La mayoría de los saberes son transmisibles a través del lenguaje. Pero hay algo que no puede transferir, porque tienen que ver con la experiencia personal de la privación, el despojamiento, la renuncia o la pérdida. Todo lo que tenemos lo perderemos algún día. La vida es deporte de alto riesgo.

– Hasta hace un mes, el debate científico que más interesaba era el de prepararnos para vivir 120 años. No imaginábamos una amenaza así.

– Ojalá vivamos 120 años. Pero no basta con la vida, ha de ser además vida humana, digna de ser vivida.

– Se están modificando a toda velocidad los valores. Los héroes ya no son los deportistas o los famosos de la TV, sino el personal sanitario.

– En mi tetralogía distingo entre ejemplo y ejemplaridad. Todos los hombres y mujeres, por fuerza, somos ejemplos públicos, es decir, ejemplos para alguien. Pero pueden ser ejemplos positivos o negativos, contraejemplos. Solo algunos, los ejemplos 'ejemplares', son positivos, despliegan una influencia civilizadora y virtuosa en su entorno. Cunde mucho el 'ejemplo sin ejemplaridad', las notoriedades sociales, muy populares, muy conocidas, pero que producen un efecto de vulgaridad y desmoralización en su esfera de influencia. En cambio, el personal sanitario nos da ejemplos con ejemplaridad. La prueba es la generalización: el mundo sería peor si todos fueran como los fantoches televisivos, pero mejor si fueran como el personal sanitario.

– Y han adquirido relevancia limpiadoras de oficinas, cajeras, barrenderos, repartidores. ¿Contribuirá esta crisis a un cambio del prestigio social o lo olvidaremos todo en cuanto termine?

– En mi libro 'La imagen de tu vida' insisto con mucha energía en la ejemplaridad del hombre y mujer comunes sin extravagancias. El dramatismo de vivir, de poseer una dignidad de origen y estar destinados a la indignidad del sepulcro, esa aventura sublime de ser mortal: no hay una empresa superior a esa ni ha existido jamás. Ni Alejandro Magno ni Leonardo da Vinci han tenido jamas una experiencia más elevada que la de aprender a ser mortal. No hace falta descubrir continentes, triunfar en batallas, descubrir la penicilina, ni gobernar un imperio. La ejemplaridad más gloriosa es la del hombre y mujer corrientes que cumplen sus obligaciones sin histrionismo. Y la pandemia reclama de nosotros la ejemplaridad corriente de encerrarnos en casa para ni contagiarse ni contagiar. Y de algunos, además, una dedicación y un riesgo mayor de carácter precisamente profesional.

– Y luego está la dignidad. ¿Estamos aprendiendo del sentido del deber y de la responsabilidad de tanta gente que se mantiene al pie del cañón?

– Hay dos clases de dignidad, la ontológica y la práctica. La dignidad ontológica es la que tenemos por el hecho de ser hombre o mujer. Nada ni nadie puede desgastar esta condición, ni siquiera nuestro propio comportamiento indigno, aunque sí podemos despertar al sentimiento de la dignidad propia y ajena y al respeto que merece. Por ejemplo, una de las escenas más escalofriantes de estos días se refiere a cómo están muriendo algunas personas: solas, aisladas, sin poder despedirse de los suyos. Ni duelo han podido hacer por el muerto. ¿Es una muerte digna? Luego está la dignidad práctica, que es nuestro comportamiento. Ahí destaca la dignidad de algunos profesionales que ha llevado el desempeño de su profesión a un grado heroico.

– ¿Qué lecciones de vida podemos sacar?

– Antes pensaba que el hombre era débil y la humanidad, fuerte. Ahora pienso que el hombre es débil y la humanidad, también. Y que la ciencia mundial al unísono, que nos prometía dar un salto en la especie hasta ser casi inmortales, no nos protege, porque tarda un año, ¡un año!, en encontrar una vacuna al puñetero virus. Estamos indefensos, nadie nos libra del peligro, tampoco la ciencia.

– ¿Una de esas lecciones puede ser que, pese al individualismo dominante, somos seres sociales y valemos poco de uno en uno?

– Somos seres paradójicos, en eso consiste el enigma de la vida humana. Somos infinitos para nosotros mismos, (casi) nada para la sociedad. Hay experiencias que destacan lo primero: el valor infinito del individuo. Así ocurre con la cultura o el amor. Hay otras que destacan lo segundo: nuestra nadería en la masa social. Sin duda, una pandemia pertenece a la segunda clase de experiencia. Pero la pandemia induce el recogimiento y dentro de uno mismo se siente la propia inmensidad, es decir, la primera experiencia. Y también la muerte de un ser querido, una pérdida total, irreparable.

Miedo y ética

– ¿Nos hace espiritualmente más vulnerables no haber vivido una catástrofe antes?

– En la educación de los hijos soy partidario de que su experiencia fundamental sea gozosa para que desarrollen confianza hacia el mundo. No creo que al niño una experiencia traumática le haga más fuerte sino más desconfiado. Llevando la analogía a las generaciones, tampoco creo que nadie necesite una guerra o una pandemia para madurar.

– Y el miedo, ¿nos hace más justos o refuerza el egoísmo?

– Hay dos clases de miedo. El miedo ante el mal no solo no es una patología sino una reacción inteligente. Pero luego hay otro descontrolado, que es el miedo pánico. Este puede ser terrible, porque está en el origen de los linchamientos, los chivos expiatorios, la quema de brujas. Es muy difícil tener miedo a algo abstracto y tendemos a personalizar, a concretar en alguien. Cuando el miedo se hace irracional, nos tranquiliza buscar a alguien al que se le atribuya la culpa. Porque nos imaginamos que al destruirlo vencemos el mal. Y no. Al mal se añade otro mal.

– ¿A la altura de 2020 la religión se presenta como un consuelo, un asidero al que agarrarse?

– Habrá de todo. Los hay que buscan la causa de las cosas y preguntan por qué, y si no encuentra respuesta, tenderán a la increencia. Así cuenta Tucídides que pasó durante la famosa preste desatada en Atenas durante la guerra del Peloponeso. Decía que muchos atenienses sentían que daba igual adorar o no a los dioses porque la peste no distinguía entre buenos y malos. Pero otros no preguntan por qué, sino para qué, y tenderán a buscar su confianza en un Dios paternal. Aquí añado un dato de la sociología de la religión que suele desconocerse. Según los estudios de Berger y Stark, en Europa hablamos de secularización pero en realidad la creencia religiosa lleva muchas décadas creciendo en el resto del mundo.

– ¿Saldremos éticamente reforzados como sociedad o nos falta profundidad de pensamiento para reflexionar sobre ello?

– El aprendizaje colectivo, lo mismo que el cambio de costumbres sociales, es siempre muy lento, a veces desesperadamente lento. Pero existe. Y muchas veces se confirma lo del verso de Esquilo, «aprender padeciendo», aprendemos a través del dolor. El dolor de la crisis económica desprestigió la vulgar ostentación de la riqueza de las décadas anteriores. Esta otra crisis sanitaria, brutal, global, interclasista en la infección, nos revela que la humanidad es una especie en peligro. Soñábamos con ser trashumamos. A lo mejor ahora comprendemos que ser humanos, si lo somos con dignidad y excelencia, ya es mucho.

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