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Cosechadoras en terrenos de Mato Grosso (Brasil) ganados a la selva para el cultivo de soja.
La muerte verde

La muerte verde

Defender la naturaleza cada vez es más peligroso. 185 activistas fueron asesinados en 2015 y este año han matado a Berta Cáceres, la ‘nobel’ del ecologismo

BORJA OLAIZOLA

Sábado, 23 de julio 2016, 19:16

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Se llamaba Rigoberto Lima y era un maestro de 28 años que fue tiroteado desde una moto mientras esperaba que un juez se pronunciase sobre la denuncia que había interpuesto contra una empresa de aceite de palma: su vertido había envenenado las aguas de un río de Guatemala y causado una gran mortandad de peces. Que el crimen se perpetrase a plena luz del día, a las puertas de un juzgado, da una idea de la impunidad con la que operan los asesinos en estos países, sobre todo cuando están amparados o trabajan para grandes compañías que anteponen sus intereses a los daños medioambientales que ocasiona su actividad. Es muy probable que nunca se encuentren pruebas que relacionen a la empresa responsable del delito ecológico con los sicarios, pero en Sayaxché, la localidad donde tuvo lugar el atentado, que está a unos 500 kilómetros de la capital del país, nadie pone en duda el vínculo; otra cosa es que se atrevan a verbalizarlo.

La muerte del joven maestro no es un hecho aislado. La organización Global Witness realiza todos los años un informe sobre los asesinatos que tienen que ver con la defensa de causas medioambientales y el balance de 2015 es desolador: 185 homicidios, un 59% más que el año anterior. «Con la demanda de productos como minerales, madera y aceite de palma, gobiernos, empresas y bandas de delincuentes están apropiándose de la tierra haciendo caso omiso a la gente que vive en ella», denuncia Billy Kyte, responsable de campañas de Global Witness. Los crímenes no son fáciles de documentar porque se suelen producir en poblaciones remotas donde solo rige la ley del más fuerte. Es por ello que los autores del informe advierten de que la cifra real de víctimas es con toda seguridad muy superior.

Quienes trabajan sobre el terreno tienen clara esa percepción. Felipe Milánez, conservacionista y exdirector adjunto de National Geographic en Brasil, constata que la violencia «se ha convertido en algo políticamente aceptable para conseguir objetivos económicos. Después de trabajar diez años en la Amazonia nunca había visto una situación tan mala». Brasil encabeza con 50 víctimas la lista de asesinatos. El del biólogo Raimundo do Santos Rodrigues revela cómo funcionan allí las cosas. Dos Santos había denunciado en repetidas ocasiones a empresas madereras que trabajaban de forma ilegal en Gurupi, una reserva biológica para las tribus indígenas. El biólogo informó a las autoridades que había recibido amenazas directas de muerte y finalmente fue víctima de una emboscada mientras regresaba a su casa en compañía de su mujer, el pasado 25 de agosto: él falleció tras recibir doce disparos y un machetazo mientras que su esposa sobrevivió de milagro.

El brillo del oro

El asesinato desató una ola de protestas que puso contra las cuerdas a las autoridades locales: la víctima era al fin y al cabo una persona vinculada a la comunidad científica y la policía tuvo que actuar deteniendo a dos sospechosos. Los terratenientes y madereros, que se han comido ya unas 70.000 hectáreas de superficie forestal de la reserva Gurupi, mantienen su presión y algunos indígenas han empezado a abandonar el territorio. El 80% de la madera que se comercializa en Brasil, advierte Global Witness, se obtiene de forma ilegal. Ocurre lo mismo con el 25% de la que se puede encontrar en el mercado mundial. «Los asesinatos que ocurren en el corazón de selvas tropicales -observa Kyte- son fruto de las decisiones que toman consumidores en la otra punta del mundo. Las empresas y los inversores deben cortar vínculos con los proyectos que pisotean los derechos sobre la tierra de las comunidades».

La minería es el sector que mayor número de víctimas se ha cobrado: 42. El abaratamiento de las materias primas ha llevado a las empresas a aumentar su producción para compensar la caída de ingresos. La intensificación de la actividad extractiva ha traído consigo la invasión de territorios vedados a la actividad minera sin que las autoridades hayan sido capaces de impedirlo. Alfredo Vracko, un maderero de 59 años que era titular de una concesión en la Amazonia peruana, llevaba denunciando desde 2007 la incursión ilegal de mineros. El pasado mes de noviembre, mientras esperaba el desalojo de un grupo ordenado por la Justicia, fue asesinado a tiros en su propia casa por cuatro sicarios encapuchados.

Los intereses de las empresas mineras están también detrás del asesinato el pasado abril de Fernando Salazar, de 52 años, en una reserva indígena de Colombia. Salazar practicaba la extracción artesanal en un resguardo -una reserva- en el que tienen sus ojos puestos varias multinacionales porque hay indicios de que en su subsuelo abunda el oro. La legislación, sin embargo, prohibe la aplicación de métodos de trabajo industriales. La víctima era uno de los líderes de la comunidad indígena que más había alzado la voz contra las maniobas de las compañías para hacerse con el territorio. Un pistolero le disparó en la cabeza mientras charlaba con un vecino de camino a su casa. Su compañero de tarea, Fabio Moreno, también amenazado, lleva desde abril sin poder acercarse a su hogar ni ver a su familia: «Todo lo que han hecho las autoridades es darme un chaleco antibalas y un teléfono», denuncia desde su escondite.

«Le degollaron»

Los indígenas son las principales víctimas en el conflicto de intereses. Global Witness estima que en 2015 fueron asesinados 67. El padre y el abuelo de Michelle Campos, una joven que forma parte del pueblo lumad, en Filipinas, son dos de ellos. Su abuelo fue uno de los que mayor resistencia opuso a las invasiones del territorio para el aprovechamiento de sus reservas de carbón, níquel y oro. «Le ataron de pies y manos, le degollaron, le dispararon en el pecho y le dejaron muerto», escribió la propia Michelle en una carta abierta en un periódico de Manila. «Nos dijeron que abandonásemos nuestras casas en dos días o que acabarían con todos nosotros». Los 3.000 integrantes de la comunidad lumad huyeron a pie al pueblo más cercano, a 16 kilómetros, después del doble crimen. El Gobierno filipino ha hecho hasta ahora oídos sordos a los llamamientos a investigar los asesinatos.

Los responsables de Global Witness creen que una de las razones que explican el crecimiento de los asesinatos es la deslegitimación de las denuncias por delitos medioambientales. «Los gobiernos y las empresas usan un lenguaje incendiario para denigrar a los activistas y tildarlos públicamente de opositores al desarrollo, al tiempo que cierran los ojos ante la corrupción, las actividades ilegales y la degradación ambiental». La pasividad de las administraciones públicas ante la mayor parte de los crímenes perpetrados explica también la impunidad de sus autores, casi siempre sicarios a sueldo. «Se necesitan urgentemente medidas más radicales para proteger a los defensores de la tierra y el medio ambiente», claman los dirigentes de la ONG, que temen que la cifra de víctimas vuelva a crecer este año.

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