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CHEMA SÁNCHEZ
SALAMANCA
Jueves, 25 de enero 2018, 12:41
Aquel Cristo que nació con vocación de Yacente y que luego evolucionó hacia el Cristo que vuelve a la vida, quizás haya que rebautizarlo como el Cristo del centro.
Desde que Venancio culminó en 1992 su primera versión de la obra, salvo sus salidas a La Salina, Mapfre, Las Edades del Hombre, Córdoba, Santo Domingo… el Cristo siempre ha ocupado el centro del taller de Venancio.
Durante algún tiempo, como veremos, presidió interinamente el centro de la Capilla-Museo Religioso del Monte del Pilar, como consecuencia de la anécdota de la que fue protagonista el escultor con algunos directivos de la Fundación Mapfre.
La entidad aseguradora intentó adquirir la obra para presidir la iconografía del mencionado Museo Religioso Venancio Blanco. Los directivos insistieron una y otra vez, Venancio lo cuenta mirando al cielo y dando gracias por la inspiración que le llegó de arriba, como él dice:
Ya no sabía que decirle y de repente les solté, «mirad, mientras preparo y termino el vuestro yo os dejo para el Museo el mío»Un muestra. Estoy seguro que el que hablo fue Él, pues a mí, dada mi forma de ser y mi timidez, no se me hubiese ocurrido una cosa así.
Como consecuencia de esa vicisitud se inició el camino para la conclusión de una terna de imágenes que conforman parte de la mejor iconografía del maestro. Se trata de tres piezas nacidas bajo el mismo concepto, que responden a una misma idea, ejecutadas a lo largo de veinte años en los que el escultor pasó por momentos muy diferentes y circunstancias diversas. Iba a ser determinante la experiencia y el saber acumulado por el artista a lo largo de su dilatada trayectoria, implementado por el retorno a la utilización de un material que no había vuelto a trabajar desde sus primeras etapas, en las que se mezclaban sus sueños de llegar a ser un buen ebanista con la fuerza y habilidad que tenía para el manejo de la gubia, los formones, la escofina y la lija.
En ninguno de los materiales y las técnicas utilizados por Venancio se alinean tan sutilmente la vena artesanal en el trato de la madera, con la genialidad e inspiración artística, como en estos tres cristos.
A la recuperación de las vivencias e ilusiones primitivas de la talla y el lijado, a la plenitud creativa que se alcanza con una recorrido tan extenso y exitoso como el del escultor, se ha unido de forma determinante la fe del artista, que para nada tiene que ver con la fe del carbonero, sino que se trata de una convicción asentada en unos sólidos fundamentos morales y éticos y unas normas de conducta plenas de civismo y humanidad.
Esos han sido los principios de actuación y de vida de Venancio. Pilares que siempre ha tratado de compaginar con las lecciones de libertad y bonhomía que aprendió de su padre, el adusto y viejo mayoral que cuidaba la finca de Carrascalino y la ganadería de Argimiro Pérez Tabernero.
Me lo ha contado tantas veces que el relato hubiera podido llenar toda una biblioteca. El núcleo central, la realidad misma, no cambia en ningún momento. Sin embargo, en cada ocasión, Venancio añade alguna anécdota, algún punto de vista, algún detalle que convierten al yacente en una historia sin fin.
A veces Venancio recuerda aquellas dos piezas de pequeñas dimensiones (Yacente 1962) que hizo en bronce sobre el tema. Son los ancestros de lo que acabaría convirtiéndose en una pieza fantástica de la iconografía religiosa, directamente relacionada con la más señera tradición de la escultura religiosa castellana.
En 1984, siendo Venancio director de la Academia Española de Bellas artes en Roma, recibió de la Junta Directiva de la Real Cofradía Penitencial del Cristo Yacente de Salamanca un encargo para realizar una imagen procesional, en madera policromada, para sus desfiles de Semana Santa.
El artista realizó en Roma once bocetos en barro, en los que marcó una gran distancia con los dos realizados una veintena de años antes, de formas más planas, más hieráticas y que nada tenían que ver con estas otras once opciones, nueve de las cuales pasaron posteriormente a la fundición…
La cofradía eligió media docena de los bocetos para exponerlos en la desaparecida Sala Miranda, recoger opiniones y elegir el que habría de elevarse a obra definitiva. Tres años después Venancio recibió el encargo, valorado en dos millones de pesetas, y se puso a trabajar en el mismo en su taller de la calle de las Cañas de Madrid.
Venancio tuvo muchas dudas. En nuestras frecuentes visitas al taller fuimos testigos de sus innumerables dibujos y de sus primeros pasos con el yeso, en busca del salto formal hacia las dimensiones reales. El artista nos ha contado que en ocasiones se atascaba. También nos contó, que una noche, estando en el hospital junto a su hermano Juan enfermo, se quedó traspuesto y al despertarse se encontró al lado el brazo de su hermano, al que se le había salido una vía, con la sabana ensangrentada. «Creo que en aquel instante se resolvieron la mayor parte de las dudas y problemas, y a partir de ahí las cosas fueron bastante más fáciles», señaló Venancio.
Tras una serie de desavenencias en el seno de la cofradía y un relevo traumático en la Junta Directiva, con vaivenes y desconfianzas, el escultor liberó a los comitentes del encargo significándole que «si una vez concluida la pieza era de su agrado podrían ir todos juntos a recogerla» poniendo énfasis en que «una obra de ese tipo no podía ser objeto de riñas o discusiones, sino todo lo contrario, motivo para la unión y la concordia».
Venancio trabajó la escayola con minuciosidad y perfeccionismo durante meses, de forma que siempre encontraba ocasión para seguir haciendo una caricia con la lija o la escofina. «Deja de trabajarla ya, porque como sigas así el Cristo lo acabas convirtiendo en un niño Jesús», le dijo un amigo ante el perfeccionismo del escultor.
La pieza fue creciendo poco a poco y separándose en buena medida del boceto elegido para hacerse más etérea y elevada, en un gesto que iba a trasformar el yacente en el Cristo que vuelve a la vida.
Hubo duelo en el taller y este se quedó como vacío cuando la escayola salió con destino a Arganda del Rey, donde esperaba el bloque de madera bien curada y ensamblada de pino de Valsaín para ser sacado de puntos. De vuelta a la calle de las Cañas, apareció el esbozo de lo que habría podido pasar por un cristo románico, con formas rudimentarias, apenas sugeridas, sobre el que se volcó Venancio en cuerpo y alma con los formones, gubias, limas, cinceles, escofinas y el papel de lija que ponía toques de magia a la vetas que iban apareciendo como soplos de vida o sutiles volúmenes de la nueva obra.
De nuevo Venancio se introdujo en su tarea sabiendo lo que buscaba. Con el convencimiento de que esta no era una pieza más de su bagaje de escultor. El artista fue consciente de que estaba ante uno de los hitos de su rica trayectoria profesional. Por su mente pasaron los recuerdos casi juveniles de otras obras en madera como Santiago el Mayor y Santiago el Menor, auténticos homenajes a Berruguete, el San Francisco, el San Ignacio o las tallas para la Iglesia de Robliza, la Santa Lucía de la capilla de Villar de los Álamos o el San Fernando que hoy preside los desfiles en el Patio de Armas del Regimiento de Ingenieros General Arroquia de Salamanca.
Por el camino, y según descubría día a día los poros, los nudos o las vetas del pino de Valsaín, en la mente de Venancio se acrisolaba la idea de que la policromía no podía llegar a ocultar de ninguna manera la riqueza natural y el vigor de una madera regada por las aguas del Eresma y curtida con el viento de las laderas de la Sierra de Guadarrama. El escultor acariciaba la madera que al roce con la mano del artista adquiría el tacto de las obras sublimes, mientras las vetas daban unos tonos y unas luces celestiales. No es de extrañar, que según avanzaba en la tarea, Venancio fuese tomando la decisión de dejar el Cristo al natural esperando que el tiempo fuera dando esa patina maravillosa de la oxidación espontánea. Tan solo unos toques mínimos de color en el rostro o en los estigmas de la pasión, secuelas cruentas de la lanza y de los clavos, recordatorio del mayor sacrificio del género humano.
Sólo la proximidad de la exposición antológica, con motivo de la Feria Universal Ganadera 1992, en la que fue presentado por primera vez el Cristo, hizo que Venancio diese por terminada su obra. A partir de esos momentos iba a tener un emblemático recorrido – Mapfre, Edades del Hombre, Córdoba, Sala de Santo Domingo…– y sería origen de más de una disputa, intentando convertirse en lugar de residencia perpetua de esta pieza singular.
Venancio nunca había mostrado tanto apego a su trabajo como en este caso. Había surgido un extraño cordón umbilical entre el artista y la obra. El largo y meditado proceso había creado un nexo invisible pero más fuerte que cualquier cadena. Cuando al artista llegaron los primeros cantos aduladores y las primeras pretensiones de hacerse con el Cristo, Venancio siempre decía lo mismo: «el Cristo está donde tiene que estar», mientras volvía la vista a aquella sábana blanca que preservaba la imagen en el taller de la calle de las Cañas.
Mapfre consideró que el Museo de Escultura Religiosa Venancio Blanco en el Monte Virgen del Pilar debía girar en torno a la figura del Cristo. Hubo un tenso tira y afloja entre la entidad y el artista, y es cuando señaló: «mirad, yo os puedo hacer uno igual, y mientras preparo y termino el vuestro yo os dejo para el Museo el mío». Quedaba claro que la pieza no era una más de su iconografía, quedaba patente la comunión que existía entre el escultor y ese Cristo que vuelve a la vida y parece comunicar su impulso vital, su propia tensión a todos los que se acercan a su entorno.
El Cristo que vuelve a la vida sigue ocupando el centro del madrileño taller de Venancio, lo mismo que el Nazareno –otro rechazado- se ha convertido en otro de los iconos de la estancia. Todo hace pensar que allí estará mientras el artista siga acudiendo, cada día, a su cita con el trabajo, como un peregrino hacia su meta espiritual. El escultor, fiel a su compromiso, hizo un “hermano”, una segunda versión para el Museo de Mapfre. Fue entonces cuando por la mente de Venancio pasó la posibilidad de hacer una versión en bronce con el fin de poderlo ceder a exposiciones temporales en diferentes escenarios.
Venancio, con su inquietud y su peculiar visión, se planteó realizar «a ratitos» una tercera pieza, con el objetivo de no tener que separarse del suyo y poder atender los compromisos que siempre asaltan a ese hombre bueno y colaborador que es el artista.
Desde aquellos bocetos del Yacente de 1962, tras el paso intermedio de los de 1982-84, hasta las tres versiones del Cristo que vuelve a la vida hay un largo recorrido, en el que el escultor, a partir de la misma idea, ha dado rienda suelta a su capacidad para adaptarse a las peculiaridades de la materia, a las circunstancias particulares de cada bloque de madera, a las vetas, a los nudos duros y sugerentes, a las franjas, a cada fibra que da un tono diferente a la obra final.
El mío, el de Mapfre y a ratitos, son tres hijos del mismo padre, tres interpretaciones de una misma idea, de un mismo concepto, tres perspectivas de una misma motivación. Cuando alguien le insinúa que se trata de tres copias de una misma inspiración Venancio afirma que: «es totalmente imposible copiar una obra de estas características». Se trata de tres realidades de la misma idea en tres momentos diferentes de la vida del artista. El primero en el tiempo (el suyo) «es un homenaje a mi hermano Juan». El segundo «es un Cristo gozoso, consecuencia del gozo de haber llenado de contenido la capilla-museo». A ratitos tiene otra intención, «quiere ser una revolución, introducir algunas modificaciones. Copiar es realmente imposible y hasta ahora he ido dando pasos, aunque me ha faltado el ratito final que todavía no ha llegado».
Venancio mira a los tres como un padre o una madre mira a sus tres vástagos. Sin necesidad de volver la vista atrás, pues estamos ante un hombre que siempre mira hacia adelante, hacia ese futuro en el que se consolidan los principios y la personalidad de un ser humano, cuya grandeza solo se puede comparar con su obra.
En la cadena y entre «el cristo que vuelve a la vida»(madera) y «el Cristo que vuelve al padre» (bronce) existe el eslabón, la clave de la mano mágica e intangible de Venancio.
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