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En la Plaza de la Incapacidad arranca el paseo de la Incomparecencia. Por esta vía caminan, mostrándose a quien los quiera ver, la sucesión de ... resultados de un grupo de futbolistas cuya presencia no ha incomodado a los rivales, cuyo quehacer no ha superado el nivel de anécdota intrascendente, cuyo expediente se asemeja al del alumno que, tras acudir al aula del examen en la fecha y hora indicada, arroja el folio de la prueba lleno de garabatos a la papelera. Caminan los que reciben del Getafe –un grupo aguerrido que había anotado apenas veintiséis tantos en veintinueve encuentros– cuatro goles, cuatro por voluntad de no atestiguar groseramente la ausencia de contendiente que pudiera incomodar.
Un recodo muy al final del paseo nos conduce a un portón habitualmente cerrado. Habitualmente, porque cuando se abre trasciende un hedor nauseabundo, si me permiten el pleonasmo. Traspasarla nos adentra en una bocacalle conocida como de la Impotencia. No es frecuente alcanzar este punto de la ciudad; pero, una vez puesto el pie en la callejuela, el portón se cierra por el otro lado. La impotencia arrastra indefectiblemente a un camino de difícil retorno. Los sentidos se embotan, la sesera se ofusca, el arrebato guía el comportamiento: alguno de los pasajeros encuentra la expulsión al confundir intensidad con violencia, otro no domeña la frustración y la transforma en una ira que golpea –al menos pretende– a a uno de sus compañeros por hacer o no hacer, decir o callar. Llegados a este punto, el retorno, siquiera a la plaza de partida en busca de otra salida, se torna odisea.
El rival en este caso dolía más por el recuerdo que lo que asustaba en el presente. Nadie puede atemorizar al que ya lo ha perdido todo. La remembranza nos trasladaba al enfrentamiento homólogo de dos temporadas atrás. A aquella noche en que Pezzolano especuló confiado en la ayuda de marcadores ajenos. Por Dios, Paulo, ríndase o no se rinda, pero no espere a que el destino ejecute la labor que está en su mano. En su momento pensé que en ese partido se apuntaba un punto de inflexión, el paso del crecimiento convexo al encogimiento cóncavo. Mal apuntado: si la retracción se mostraba nítida, la inflexión, sigilosa casi siempre, ya venía de antes.
El ascenso posterior, observado desde la perspectiva del tiempo pasado, se convirtió en una trampa que, me atrevo a decir, pilló con el paso cambiado al (o a los) propietario del club. Ni lo preveía, ni lo pretendió consolidar. Dado que muchas de las decisiones en el aspecto deportivo fueron objetivamente erróneas, dado que no tiendo a menospreciar –a acusar de torpeza– a la gente que las toma, sigo creyendo que algo se me escapa. Algún día conoceremos la motivación.
Y en estas estamos, con Catoira realizando análisis, no sabemos si sintácticos o morfológicos, de la nada. Con la nada aparente como proyecto del (o de los) hacendados de la entidad. Con una afición esperando que concluya la tortura rezando para que la calamidad no se prolongue más allá de esta temporada. Y mirando temerosa a Gijón, a Zaragoza, a Coruña...
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