Tiempo de tormentas
«Restaurar el mundo será, pues, el sino de la generación presente y de la inmediatamente futura, recuperando la memoria de todo lo bueno que ha desaparecido en un abrir y cerrar de ojos, así como la necesaria fe en el mañana»
Empieza este verano como si fuera una segunda toma, ensayo o repetición del anterior: con parte del personal desmandado, en la medida que se acabó ... el estado de alarma, y como si -de golpe- se hubieran destapado las reprimidas ganas de encontrarse, celebrar, viajar y divertirse… De forma que hasta en estas tierras nuestras, marcadas por el estereotipo de la austeridad y el recato, se aprecia una ebullición creciente de coches que van o vienen entre pueblos y ciudades, jolgorios vespertinos y fiestas hasta la madrugada.
Si bien el tiempo no ha ayudado luego demasiado, pues cambió de pronto y -en esta semana que termina- se desataron, tras los calores, las tormentas y los vientos enfrentados en muchas zonas de Castilla y León. A manera de metáfora de lo que ocurrió y puede ocurrir, todo repentinamente se alteró: la esperanza en ese periodo alegre que se atisbaba quedó congelada por el frío o las rachas de granizo. Como en aquella famosa canción de los años 30 que hablaba de la amenaza de un tiempo tormentoso, y de «por qué no hay sol en el cielo» o «la vida está desnuda, /la tristeza y la miseria en todas partes».
Por tanto, mientras el buen ritmo de vacunación y el descenso de los fallecimientos, además de las «señales positivas» promovidas desde la esfera política, contribuían a crear un ambiente de confianza y casi entusiasmo (de renovada fe en el tan esperado fin de la pandemia), ciertos expertos advertían de que el peligro no ha pasado; de que una «quinta ola», si las cosas siguen así y la llamada variante india -de rapidísima difusión- sigue extendiéndose por Europa, habría todavía de llegar y golpearnos. Ojalá esto no suceda, pero -de cualquier modo- sí que parece que ha arribado (y tardará años en transformarse) una época dura, de aguas revueltas, lluvia pertinaz y condiciones atmosféricas tan tornadizas e inquietantes como las de los últimos días.
Se nos podría muy bien aplicar a los que vivimos en tales tiempos de mudanza lo que Albert Camus escribió sobre el desafío que se les planteaba a sus coetáneos y a él mismo: «Cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo rehará. Pero su tarea quizá sea aún más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga». En el caso actual, cabría decir que el mundo de ayer -el de antes de la pandemia- ya se ha deshecho. Y que, como lúcidamente apuntillaba el premio Nobel francés, «cuando la inteligencia se ha rebajado hasta convertirse en la sierva del odio y la opresión, esta generación ha tenido que restaurar, a partir de sus negaciones, un poco de lo que hace digno el vivir y el morir».
Restaurar el mundo será, pues, el sino de la generación presente y de la inmediatamente futura, recuperando la memoria de todo lo bueno que ha desaparecido en un abrir y cerrar de ojos, así como la necesaria fe en el mañana. Porque la tormenta de la pandemia se llevó vidas, empleos y haciendas, pero -especialmente- la tranquilidad o la esperanza en que las cosas podrían enderezarse más adelante; es decir, terminó con la confianza en unas instituciones, en un orden, un sistema y un progreso: en un mejor porvenir.
Y, ahora, sea éste o no ya el momento en que el vendaval de calamidades ha pasado, toca emprender la reconstrucción de esa dignidad a la que se refería Camus y que consiste, más que nada, en una suerte de serenidad ante la vida y la muerte. Puesto que, con anterioridad a que la pandemia arrasara la normalidad de nuestras existencias, el rumbo del mundo parecía haber entrado en una enloquecida espiral de lo volátil. La cotidianidad estaba cambiando demasiado deprisa, de modo que aquélla se deslizaba por territorios desconocidos sin que nadie dedicara rigor alguno al análisis de los problemas que nos aquejaban; sin que nos preocupara ese progresivo abandono de las gentes en una dimensión virtual, apenas arraigada en hechos. Por ello, si hay que restaurar el mundo, habrá que empezar por identificar lo que era ya inservible y caduco en él. Tendremos que averiguar cuándo y por qué se perdió el sentido de lo real o toda posibilidad de avanzar a la vez en desarrollo tecnológico y armonía.
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