Políptico de Xisco Mensua en el Museo Patio Herreriano de Valladolid. Rodrigo Jiménez
Vidas breves

Construcción de la memoria

«Ahora que cabe en un móvil, nos da miedo que la IA demuestre que no éramos inteligentes, sino solo unos modestos contenedores de frases»

Lunes, 8 de diciembre 2025, 09:13

Hace poco encontré un diccionario de la felicidad en una tienda de segunda mano, todo un reto para el que el autor necesitó más de ... mil páginas. Está editado en los años sesenta, cuando ser feliz empezó a ponerse de moda. Cada entrada del diccionario se corresponde con una palabra que tiene algo que ver con sentirse bien, y lo cierto es que casi todo tiene que ver con la felicidad, o con la infelicidad, que son complementarias; ya decía Rochefoucauld que conocer las cosas que le hacen a uno desgraciado es ya una especie de felicidad. «Abandono» es una de las primeras entradas, y es razonable: cuántas veces hay que renunciar a ambiciones para andar más ligero. De las últimas, sorprende «vuelta», para lo que recurre a Machado, que escribía que nadie en su sano juicio puede estar de vuelta de nada: «ya es mucho ir, volver ¡nadie ha vuelto!».

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En el apartado de la letra «F», entre «fecundidad» y «festín», figura la propia felicidad, con 80 páginas de frases de gente importante que ha dicho algo mollar sobre el asunto. Cada sentencia tiene sentido en sí misma, pero, al repasarlas seguidas, la sensación de agobio es importante. Pienso que el diccionario, siendo un proyecto loable, difícilmente cumple con su objetivo, y por eso habrá ido de mano en mano, en las almonedas. Si funcionara, el primer dueño lo habría dejado a sus herederos. Su ambición le pierde. En su modestia, es más eficaz la hoja diaria del calendario del Sagrado Corazón, quizás no estamos preparados para asimilar más de una frase sabia al día. El hecho es que, aunque el calendario de pared esté en declive, hoy más que nunca vivimos en un mundo de frases. Un zasca es una frase. Un meme es una frase. Los políticos no debaten, sentencian, y nosotros no lo hacemos mucho mejor: lo que funcionan son los títulos, cortos y directos a la mandíbula, sin réplica posible. La seguridad con pies de barro.

La evolución va pareja a nuestra pereza, o eficacia, si se prefiere ver así. Cuando yo estudiaba, te podías sacar un doctorado a base de constancia, de rellenar muchas fichas de cartulina y luego ponerlas todas seguidas con citas a pie de página. La labor del profesor era supervisar que la acumulación y el orden tuvieran un sentido. Ya se hablaba de inteligencia artificial, que sonaba muy lejano, como algo de la NASA. Ahora que cabe en un móvil, nos da miedo que la IA demuestre que no éramos inteligentes, sino solo unos modestos contenedores de frases. Antes, un señor intelectual era quien había leído muchos libros pero, sobre todo, se acordaba de quiénes los había escrito. Esas credenciales no sabemos si sirven hoy, no ya para ganarse la vida, sino al menos para manejarse por el mundo. Más que nunca, la cultura es una pátina leve que queda cuando ya no te acuerdas de lo que leíste, que para eso estará la IA. Hay cierta sensación de estafa, de haber invertido en un banco sin puertas.

Los sábados de desorden me funciona muy bien visitar el Patio Herreriano, un lujo que tiene Valladolid. Dices buenos días y el código postal de tu calle y puedes pasear por un edificio estupendo, bello, ordenado y tranquilo. Merecería la pena hasta vacío, pero es que además tienen la cortesía de poner aquí y allá exposiciones que nunca defraudan, aunque no sepas de arte, como es mi caso. Allí he conocido la obra de Xisco Mensua, que falleció, demasiado joven, el pasado enero. En las paredes hay dibujos, pintura, collage, fotos… y también muchas frases, cientos de pistas de las lecturas y las ideas sobre las que construyó su mundo. Como si estuviera desbordado por su pasado, se dibuja sentado en un sillón, junto a las palabras «no me acuerdo». En otra de sus obras, Construcción de la memoria, aparece un niño pequeño que camina en la oscuridad, guiándose con un candil. Puede que en nuestra cabeza seamos hasta el final los dos, el viejo que olvida y el niño que busca. Una tarea que cualquier máquina desecharía por insensata.

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