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El otro día volvieron a poner en la televisión 'Cimarrón', un clásico que vi mil veces de niña, en la sesión de tarde de los ... sábados. Glenn Ford se hizo famoso con ese personaje de hombre hecho a sí mismo al que sus principios impedían prosperar, aun deseándolo. Hasta aparecieron unos vaqueros con ese nombre, cimarrón, que no es otra cosa que un animal asilvestrado, que no logra doblegarse a la doma. No es una película extraordinaria, pero tiene una escena grande: la carrera salvaje en la que los colonos compiten por conquistar el mejor pedazo de tierra. El fuego que alumbró el nacimiento de una nación –el hombre que se hace a sí mismo– está en esa competición. Miguel Delibes, que vivió unos años en Estados Unidos, decía que lo que más le sorprendía de los americanos era su ingenuidad. A veces, la ingenuidad permite correr más rápido, apostar más fuerte, porque no te detienes en los daños colaterales, y si los atisbas, los desechas. El protagonista logra una buena tierra, pero uno de sus amigos es arrollado por otra carreta y muere. Nunca hay alegría completa para Cimarrón, porque la vida no es justa, no todos tienen la oportunidad, ni la salud, ni los recursos precisos para llegar a la meta, ni siquiera cuando partían todos de la misma línea de salida, con las manos vacías y sin herencia.
Esa carrera frenética del colono en busca de tierra también la ha emprendido Donald Trump. Él también fue hijo de inmigrantes, y seguro que mamó esa ansia de conquista que te hace sentir tu valía, al menos temporalmente, hasta la siguiente hazaña. Ahora no hace falta cabalgar sobre Oklahoma: puedes ambicionar nuevos límites para tu hacienda desde la pantalla del móvil. Su hacienda es un país ya muy grande, pero a vista del satélite de Musk, un planeta entero parece arcilla dispuesta a plegarse en tus manos. Es raro decir que eres patriota y para ello anunciar a otros que tienen que abandonar su propia patria. Aquel verso de «miré los muros de la patria mía» no está hechos para él, porque su idea de nación se parece más a la de una multinacional que amplía franquicias, pero encima con la capacidad de echar un pulso y retorcer las leyes propias y de otras naciones. Por el norte, Groenlandia, por el sur el canal de Panamá, un golfo a mano derecha y una urbanización en el mediterráneo.
No es nada nuevo, ya Julio César y otros más dedicaron su vida a construir imperios, aunque antes sumar territorios llevaba décadas y recogía el guante la siguiente generación. Ahora la ansiedad consume a los poderosos, porque todo, y ellos también, es efímero, por eso sueñan con las dictaduras. El resto de la narrativa es tan parecida… Trump no persigue en su ruta las especias, pero sí unas «tierras raras» que dicen que en Ucrania se extraen con facilidad. Tantalio, litio, berilio y otros elementos que olvidamos de la tabla periódica, y que alimentan la tecnología aeroespacial, los equipos militares y las baterías, o sea, la legión del imperio. Bueno, eso cuentan, porque ya se sabe que El Dorado a veces existe y otras no. La épica es necesaria para que la conquista no parezca solo megalomanía. Es lógico que el complementario de Trump sea Putin, otro insaciable colono: necesita compararse con otro para tomarse las medidas a sí mismo.
No deja de ser sorprendente que los que presumían de patriotas y renegaban de Europa se rindan sin plantar batalla a ser conquistados por un imperialista como Trump, que desprecia las fronteras de todos los demás. «Usted no piense, ya nos ocupamos nosotros de lo suyo», viene a decir. Pero aquí no hay tierras por colonizar, están todas cogidas y bien identificadas en el catastro, somos así de legales. Unas son particulares y otras públicas, o sea, un poco de todos los españoles. Y se pisan a diario, que no es lo mismo que verlas desde un satélite o la ventanilla de un avión privado.
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