Rusia: un asunto de geografía
La guerra es un rasgo permanente de la historia rusa. Dos contiendas mundiales y el desplome de la Unión Soviética mudaron en un siglo las fronteras desde Berlín a Moscú
Como si las huellas de antiguos ejércitos quedaran grabadas en el fango del campo de batalla, las llanuras cerealistas del valle del Donets, donde se ... juega ahora la fragmentación de Ucrania, conservan la memoria de un reino imaginario llamado Napoleónide cuyo promotor, el emperador francés nacido en Córcega, pretendió crear durante sus azarosas correrías rusas el año 1812. Con la cartografía política de Europa registrada en su memoria, Napoleón Bonaparte intentó fundar una federación de ducados a lo largo de ese río que «librara a los ucranios del yugo del zar moscovita», desde Katerynoslav hasta Crimea. Napoleón estaba bien informado del pasado y el presente de Ucrania, e incluso simpatizaba con el deseo de los ucranianos de liberarse del despotismo zarista. Con el fin de eliminar la amenaza rusa de todas las «puertas de Europa», el emperador francés esperaba que aquellos pueblos conquistados por los llamados «bárbaros del norte» se unieran al Gran Imperio napoleónico. Aquellos ducados federados, cimiento de la nación de Ucrania, aislarían a Rusia de Europa y bloquearían su acceso al mar Negro.
Ese proyecto de liberación del yugo moscovita, concebido por el general polaco y ayudante de campo de Napoleón Michał Sokolnicki, debía liberar a esas comunidades del «yugo moscovita zarista» y se unirían «a la familia europea de naciones». Las imaginativas propuestas de Sokolnicki, con escasas probabilidades de éxito, nunca fueron plasmadas en los mapas políticos de aquel asalto napoleónico a Rusia quebrado por el «general invierno», pero pusieron de manifiesto por vez primera la importancia de Ucrania y de los pueblos cosacos como elementos indispensables para asegurar los intereses y la seguridad de Europa. Las huestes derrotadas de Napoleón dejaron en su retirada tras de sí a Moscú ahogada. Un siglo y medio más tarde, el primer ministro británico Winston Churchill rescató la memoria de aquellas guerras napoleónicas para avisar del peligro que seguía amenazando a Europa desde Moscú y su única solución: «Rusia es un gigante al que se le han de tapar las dos fosas nasales», su acceso bélico hacia Europa por el mar Negro y por el Báltico.
Rusia fue siempre un problema geográfico. La mayor parte de su territorio de diecisiete millones de kilómetros cuadrados se ubica fuera de la Europa occidental, y es el único Estado de ese espacio continental formado y fortalecido en operaciones de conquista de tipo colonial. Durante los siglos XVII y XVIII incorporó una parte enorme y muy rica en recursos minerales del norte de Asia, los territorios de poblaciones indígenas en Siberia y la gran región desde el bajo Volga y Crimea hasta el Cáucaso. Desde el final del comunismo, los gobernantes rusos perciben el peligro de desmembración suspendido sobre la cabeza de su Estado. Abandonados por toda la antigua Asia soviética, repudiados en otras repúblicas antes rebeldes como Bielorrusia y atacados ahora por Ucrania con el ardor de una independencia soñada, los gerentes del imperio soviético redivivo temen ser reducidos a su Moscovia medieval, junto al enorme vacío patrimonio de la despoblada Siberia limítrofe con China y sus 4.000 kilómetros fronterizos. El núcleo originario e imperial del Estado ruso, un territorio en el que viven doscientas etnias, nunca tuvo confines geográficos precisos, y esa diversidad debe ser controlada sin demora según sus nuevos gobernantes por un poder central absoluto y un gobierno fuerte, dispuesto a enfrentarse a cualquier dispersión con una reacción directa y brutal. Esa es la secular obsesión rusa y su desenlace paranoico de sentirse constantemente amenazada y cercada, modelo político de feroz respuesta que encarna a la perfección el presidente Vladimir Putin, cuyo objetivo principal es el de una expansión insaciable del poderío heredado del fenecido imperio soviético.
Ante las ambiciones imperiales de Putin, las potencias occidentales que se enfrentan ahora por delegación a una guerra híbrida en Ucrania subestimaron el resentimiento del Kremlin tras sus intervenciones militares en Irak, Kosovo y Libia; sin embargo, no pueden permanecer ciegas ante el renovado afán del presidente ruso de expandir su poder alegando unas acusaciones que responden sólo a la propaganda fabricada en Moscú para consumo de sus ciudadanos, que dan por ciertos los argumentos de Putin. La restauración de la Gran Rusia es el señuelo de ese mensaje que da por justa la aniquilación del poderío nazi en Ucrania y la amenaza de una respuesta nuclear frente a los países de la OTAN. No es necesaria la censura informativa de la guerra en Ucrania, porque el mensaje oficial se lucra de la credibilidad de los ciudadanos que comparten desde hace mucho tiempo ese deseo de venganza. Los europeos occidentales esperaban que la población rusa se levantaría contra su tirano Vladimir Putin, mendaz y sanguinario, exterminador a sangre y fuego de los ucranianos; pero los rusos apoyan convencidos a su presidente convertido en un moderno señor de la guerra.
La guerra es un rasgo permanente de la historia rusa. Dos contiendas mundiales y el desplome de la Unión Soviética mudaron en un siglo las fronteras desde Berlín a Moscú, convulsión geográfica que se agrava. Al anuncio de Finlandia y Suecia de su posible ingreso en la OTAN, Rusia ha respondido suprimiendo el estatus de su zona no nuclear en el Báltico. El Kremlin tiene misiles nucleares en sus arsenales de Kaliningrado. En Königsberg, la capital de ese enclave ruso entre Polonia y Lituania, nació y tiene escultura Emmanuel Kant. El filósofo alemán sostenía que «es algo natural el estado de guerra entre los hombres». Kaliningrado es hoy un alarmante escenario para juegos de guerra.
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