El rapto de los bancos
La Platería en llamas ·
«Quién podía imaginar hace unos años que las sucursales bancarias acabarían desapareciendo»Fui niño de ciudad, pero aún recuerdo la música producida por los trasiegos de leche fresca entre los cántaros que administraba la señora Celsa en ... su vaquería. Del tono grave, nacido en las profundidades de aquellos inmensos recipientes de zinc —y sin discontinuidad alguna—, el susurro alcanzaba los tonos más agudos cuando la espuma de la leche asomaba por el borde, poco antes de culminar su agitado itinerario ante nuestros ojos desde allí hasta el jarro medidor y de este a la lechera de dos litros que llevábamos para comprarla. Todo un concierto ejecutado con esmero y abnegación por doña Celsa, cuya actividad permanente en la vaquería se diluía de tal modo con su asueto que acaso jamás tuvo tiempo libre, ni vacaciones, ni vida privada; o que, de haberla tenido, se atuvo a cuidar vacas, ordeñarlas y repartir leche cadenciosa y amablemente entre todo su vecindario.
Durante los años sesenta y setenta en la ciudad convivieron explotaciones pecuarias para la venta de leche a granel, ya estuvieran dispersas por los barrios o a orillas del centro de la ciudad, con los modernos despachos de pan y leche, a menudo uniformados en su estética por las panificadoras que habrían de abastecerlos diariamente de producto y que comenzaron a distribuir también la leche envasada en bolsas de plástico y en tetraedros de cartón.
La higiene, la salud pública y la pasteurización acabaron con aquella costumbre ritual de acercarse hasta la vaquería, interesarse por la salud de doña Celsa y echarle un ojo a las vacas despreocupadas en el establo. También se puso fin al rito obligatorio de hervir la leche en casa mientras esparcía su aroma por la escalera hasta fundirse con el de otras cocinas para alcanzar la calle y, por supuesto, con la irresistible debilidad de aprovechar aquella nata, que solo era capaz de producir la leche sin bautizar, para hacer rosquillas con sabor a pecado.
Ahora ya no hay vacas ni siquiera en el campo, pero durante los años setenta en los que tuvo lugar el rapto atropellado y dramático de todas ellas para poner fin a los establos urbanos, cambió nuestro paisaje y el reparto de las horas en nuestros relojes. Las lecheras acabaron en los altillos y todos asumimos que jamás volveríamos a beber leche de verdad. El tiempo nos ha dado la razón hasta tal punto que ahora la sopa de soja le ha arrebatado incluso la palabra. Por eso, en breve, llamaremos banco a cualquier lugar que sirva café y ofrezca wifi a la clientela para charlar con ella en castellano milenial sobre los productos de negocio digital. Por eso y porque aquellas sucursales repartidas por todas las esquinas en los barrios se extinguen ante nuestros ojos. Otra centena de oficinas de Castilla y León tiene puesto su nombre en la lista negra de los cierres. Con su desaparición irreversible terminan aquellas costumbres periódicas que han transitado por nuestra vida desde los tiempos del desarrollismo: la visita obligada para poner al día la cartilla, para pagar los recibos de manera cautelosa y ordenada, para sacar el efectivo de la semana o, incluso, para recoger el calendario que habría de colgar de la cocina. La banca, como la leche, ya no es lo que era. Y no sé si es por higiene, que quizás, o por una rentabilidad codiciosa, incapaz de comprender que en una de las tierras más envejecidas de Europa no toda la parroquia maneja su vida a través del móvil, ni va en patinete eléctrico mientras luce barba arreglada de peluquería y tatuajes de futbolista, ni pide la cena por Glovo con tal de no revolverse un huevo en la sartén. Aún queda un vecindario que iba con la lechera de la mano hace cuarenta años y que, como entonces, advierte una vez más que todo un mundo de arena se le escapa entre los dedos.
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