El único bar del pueblo
«Dos empeños particulares mantenían la abnegada voluntad de mantener contacto con un mundo que les daba la espalda: uno consistía en el servicio de teléfono por pasos; el otro era el Teleclub»
He viajado mucho para hacer acampada libre y senderismo por la España interior, esa que hoy llamamos vacía, aunque yo no sea capaz de recordarla ... de otro modo. A veces, si la ruta elegida para alguna de aquellas escapadas, casi siempre con amigos, estaba próxima al trazado radial y excluyente de los Ferrocarriles del Norte, el tren podía hacer parada a horas intempestivas en alguno de esos apeaderos alejados de los pueblos. Pero en otras ocasiones, la mayoría, el coche de línea era el encargado de dejarnos entre las casas del poblado, junto a la carretera.
Ni siquiera paraba el motor. Apenas se detenía unos segundos para abrir alguno de los portones del maletero lateral y sacar el equipaje de quienes terminábamos trayecto. Después, continuaría con su recorrido cansino y mareante, entre las curvas imposibles que las carreteras comarcales trazan en los puertos, ya estén dibujadas sobre los valles y collados de la montaña palentina, o por los Picos de Europa; entre los villorrios repartidos alrededor de la Laguna Negra, o por los que brotan en la Sierra de Gredos; atravesando la Cabrera, de sur a norte, o todo el Bierzo hasta llegar a los Ancares.
Recuperado el silencio del lugar al que fuéramos, con el equipaje soñoliento mirando al suelo y la hora desvelada guiñándole a la luna, lo más probable es que no hubiera un alma a quien saludar y mucho menos preguntar por algún lugar en el que unos forasteros recién llegados, con el frío metido en el cuerpo, el estómago revuelto por las curvas y las piernas aún entumecidas por las incomodidades del viaje, pudieran tomar algo caliente y aclimatarse un poco antes de seguir a pie.
En los pueblos de nuestra tierra, hace cuarenta años, la soledad ya provocaba cierta inquietud, como la de esa fiebre que nunca remite; hoy, a veces tan intensa que produce bochornosos delirios en nuestra clase política cuando redacta programas electorales con una ocurrencia de más en el cuerpo para acabar prometiendo sin criterio alguno toda suerte de mesas, medidas, libros, informes, iniciativas, clústeres, proyectos, desarrollos, jornadas y coloquios contra la despoblación, aunque jamás haya conseguido con alguna de ellas que la España interior se llene o, cuando menos, deje de vaciarse.
Antaño, como ahora, muchos de aquellos pueblos habitados por un escaso puñado de vecinos recobraban lozanía en verano, gracias al incremento estacional de población y al impostado rejuvenecimiento de su edad. Pero ya entonces se escurrían hacia la Anielle de un solo habitante descrita por Llamazares y orbitaban atrapados por la gravedad de esa Celama creada por Mateo Díez; fácil era cruzarse con algún señor Cayo, harto de tanto silencio.
Solo dos empeños particulares mantenían en casi todos aquellos pueblos la abnegada voluntad de mantener contacto con un mundo que les daba la espalda. Uno consistía en el servicio de teléfono por pasos acogido en alguna casa particular, siempre abierta, siempre alerta —como las de los pasos a nivel— por si alguien en el pueblo recibía una llamada urgente, o necesitaba hacerla. El otro, igualmente imprescindible y abnegado, altruista y voluntarioso, era el Teleclub: un local acondicionado a duras penas que, como su nombre aventuraba, contaba con televisión, calor y compañía. A él acudíamos en aquellos viajes, cuando necesitábamos tomar algo caliente, un poco de conversación y más de un sabio consejo para decidir camino. La tecnología acabó, por suerte, con el servicio telefónico por pasos. Pero también se llevó por delante el teleclub que evolucionó en bares de alquiler municipal dependientes de ayudas autonómicas para que los forasteros caídos del cielo podamos seguir aclimatándonos y avivando la conversación.
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