
Secciones
Servicios
Destacamos
A tenor de las imágenes difundidas por El Norte de Castilla, y gracias a la hora en que ocurrió, fueron pocos los testigos involuntarios del ... arrebato protagonizado por un cliente en los pasillos del supermercado que la firma Carrefour mantiene en la calle Santiago. Ni siquiera hubo tiempo de que el espectáculo se arrastrara desde los gestos grotescos del sainete hasta las solemnidades más arreboladas de la tragedia gracias a la intervención de dos agentes de la Policía Nacional que pusieron orden de inmediato y procedieron a la identificación del hombre que decidió desnudarse completamente, entre airados aspavientos de hartazgo, para demostrar a la concurrencia que no ocultaba artículos cogidos de los lineales bajo su ropa, o en parte alguna de su cuerpo, con la intención de despistarlos a su paso por caja.
Intuyo que el instante, entre aquellos clientes que escogían una bandeja retractilada del expositor de cárnicos y los que colocaban cuidadosamente en la cesta un pack de yogures, ante la mirada cáustica del vigilante y la alarmada de algún encargado dispuesto a llamar al 112, bajo el gemido asustadizo de alguna señora mayor y el murmullo inteligible de algún joven dispuesto a entrar en acción, merecería un párrafo de Luis Landero, como esos que escribió a través de la pluma detallada de su personaje Marcial para narrar la apoteosis tragicómica de su último encuentro social.
Acaso con una sencilla y serena confirmación de palabra al vigilante de seguridad que lo interpeló después de observar algún gesto o comportamiento sospechoso —a su juicio— hubiera bastado. Pero por desgracia no son contadas las ocasiones en que la palabra de uno resulta insuficiente y nuestra inocencia no tiene más remedio que abrirse paso hasta la palestra, aunque sea a codazos y al abrigo de malos modales, para que nadie dude de su presencia. Porque si bien el reconocimiento de la duda no solo tiende a mostrarnos humildes, sino que nos dispone a aceptar afirmaciones desconocidas, cuando la sospecha anida en nuestro pensamiento se muestra arrogante, contumaz, reacia a las novedades y alérgica a las rectificaciones. No en vano, cuando la sospecha es incapaz de demostrar sus conjeturas permanece subida a la montura, como un Saúl vaquero de rodeo, y no hay coz encabritada capaz de dar con sus huesos en el suelo.
Así ocurre, mal que nos pese, desde los tiempos de Praxíteles, cuando aquella modelo suya llamada Friné, tan bella que el escultor se valía de su posado para dotar a Afrodita de un cuerpo digno de la deidad, fue acusada del terrible y capital delito de la impiedad. Pese al buen hacer de Hipérides, su defensor, no viajaban aún de boca a oído por el mundo aquellas divinas palabras del evangelio de Juan —ya saben: «quien esté libre de pecado...»— que Pedro Gailo invocó ante la desnudez de su mujer adúltera. Pero de igual modo, optó por privar de ropa a Friné ante los jueces del Areópago para apuntalar la palabrería de su defensa con la incontestable pureza de su cuerpo.
La desnudez ha sido la última frontera, el recurso desesperado ante cualquier acusación. Aún es útil para demostrar que no ocultamos una lata de anchoas bajo la camisa. Pero de la desnudez también se recela. Su exageración recuerda a esos órdagos de primera mano que apestan a farol. Puede que a estas alturas haya en ella tanto artificio y tanta dramaturgia que sea imposible tomársela en serio. Sin embargo, mientras pierde la efectividad y el predicamento que tuvo en los tiempos de Friné, todos nosotros esperamos que los acusados se desnuden a diario —en cuerpo y alma, en las redes y en las comisiones de investigación—, como si fuésemos vigilantes impenitentes montados a caballo
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.