La ciudad de los ausentes
¿Qué extraño mecanismo ha arruinado la tregua que consolaba a los ciudadanos permanentes, esos que despiden a los veraneantes cuando parten y los saludan a su regreso?
Mi ciudad está vacía, aunque resulte tan insufrible como una jaula de grillos, un hervidero de caracoles, la lonja de almas exhaustas y despavoridas que ... se agolpan al borde del abismo en vísperas del Juicio Final, justo en esa sima afilada y gótica, repleta de detalles pintados al temple, por la que se precipitan los condenados entre gritos, a pesar de sus esfuerzos para aferrarse a un risco o al tobillo de algún justo con sandalias y bula papal.
Sin embargo, y a pesar del caos y el desconcierto que la engulle, no estamos todos. Aunque no lo parezca, en mi ciudad inhabitable mandan ahora mismo los ausentes. Antes de su partida, han sido legión quienes encomendaron a personas dignas de confianza el vaciado de sus buzones o el cuidado de sus plantas. Y a pesar de la proliferación de las alarmas con cámara incorporada, providenciales para quienes alimentan su tranquilidad revisando por internet varias veces al día su propiedad mientras -paradojas de este siglo- intentan desconectar de sus rutinarias preocupaciones sobre una tumbona, a cientos de kilómetros, serán algunos los millares de decodificadores apagados y de las redes domésticas desenchufadas que ya no aparecen con un candado en el listado de todas las detectadas por nuestro móvil. Puede que incluso haya oportunidad de adivinar fácilmente, si es que algún chismoso quiere aprovecharla, desde qué piso acostumbran a propagarse las ondas hertzianas de ese cachondo llamado «Rasputín», o esa «Manderley» tan próximos ambos a juzgar por la intensidad de su señal, que de pronto han enmudecido.
Cuánta información se nos escapa, a pesar del celo y la precaución que procuramos para mantener a salvo nuestra intimidad. No sé si ha pasado al fin la fiebre tontuna de publicar por redes cada ración de chiringuito y cada atardecer con los pies descalzos mirando al mar. Pero las ausencias continúan siendo igualmente indiscretas. Podríamos incluso averiguar quiénes y cuándo se han marchado atendiendo solo al rastro de vacíos que dejan repartidos por las calles o en el interior de los garajes, entre plazas de aparcamiento, contenedores y mesas de terraza habituales; gracias a la duración de las esperas ante el mostrador de la frutería o a la entidad del tumulto que se organiza paciente para comprar el pan a diario. También, por el silencio inusual que se cuela entre las fisuras de las puertas en todos los descansillos, por las ventanas que jamas lucen ni parpadean, o por esa cadeneta de bordillos azules que permanecen vacantes por la noche.
Me pregunto, sin embargo, por qué mi ciudad -hoy sin facultades, colegios e institutos, sin academias, competiciones y calendarios intensivos- continúa siendo un tráfago sin orden ni paciencia; huele como el fondo de un terrario arruinado por el chorro de una manguera y amenaza como las ascuas indómitas de un montón de piñas en el fuego. Y lo hace precisamente cuando debiera disfrutar del breve e imprescindible sosiego que siempre le concedió el verano. ¿Qué extraño mecanismo ha arruinado aquella tregua que consolaba a los ciudadanos permanentes, esos que despiden a los veraneantes cuando parten y los saludan a su regreso? Acaso guarde alguna relación con esa última moda, tan tonta como la de los pies ante la cámara, que concentra obras dentro y alrededor de la ciudad durante lo peor de la canícula. Hoy, Valladolid se abre en canal y se da la vuelta como un calcetín, toda ella y a la vez, en lugar de apostar por un mantenimiento permanente y controlado. Hoy, mi ciudad está patas arriba, complaciente con los que le hacen fotos a unos chipirones o vigilan su webcam, y desconsiderada con los contadores de vacantes que guardan sus ausencias y riegan sus plantas.
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