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Un hombre que daba de comer a las palomas en el barrio de las Delicias saltó a la fama el viernes pasado a través de las redes sociales ... gracias a la cuenta oficial que utiliza en una de ellas la Policía Municipal de Valladolid.
El mensaje sobre la tramitación de la denuncia previa, imprescindible para iniciar un procedimiento sancionador por haber faltado a la ordenanza municipal, se acompañó con imágenes del sujeto: un breve video de espaldas perpetrando el hecho y una fotografía de cuerpo entero con el rostro oculto para evitar su identificación. Aunque bien es cierto que, lejos de mostrar su cara pixelada, como suelen hacer particulares y medios de comunicación con toda suerte de personas, sobre todo aquellas sospechosas —ya sean fugadas o detenidas, ya sean presuntas o culpables, declaradas y confesas—, los responsables del mensaje prefirieron superponer sobre su cara una versión de los numerosos autorretratos pintados por Vincent van Gogh. Acaso supuso el responsable de la cuenta oficial que de ese modo aligeraría la severidad del mensaje y que gracias a esas trazas sutiles de parodia conectaría con un público acostumbrado a los guiños visuales.
Imagino que la causa de que el pobre Vincent ronde así por las redes guarda relación con su costumbre de posar siempre para sí mismo manteniendo la mirada de soslayo. Esa postura le permitiría observar los detalles fisonómicos de su rostro sin mover su escorzo, al tiempo que atendía la evolución de las pinceladas que su mano ejecutara sobre el lienzo. Sin embargo, la mirada de Vincent, además de turbulenta por ser quien era y sufrir como sufría, también puede confundirse con el gesto furtivo propio de quienes se ven sorprendidos incurriendo en alguna falta imperdonable como, por ejemplo, dar de comer a las palomas que pululan por la calle.
A juzgar por su edad y sus ademanes, indicios que el pegote con la cara de Van Gogh no oculta, la imagen difundida por la Policía Municipal del aún presunto cebador callejero de pichones y torcazas muestra a un vecino adusto y proclive a la inadvertencia, gracias a su vestimenta y su actitud. Uno de esos que hubiera jurado, y puede que aún lo haga ante sus allegados después de la denuncia y el vértigo provocado por tanto revuelo a su costa, que no hacía nada malo, que dar de comer a las palomas ha sido un gesto cotidiano y unido a sus paseos diarios desde que era niño, hace décadas, en esta Europa que un buen día recogió los escombros de sus últimas guerras y se esmeró en llenar las plazas de alegría para que los paseantes y los turistas se dejasen rodear por un remolino de aves agradecidas mientras picoteaban el reclamo de comida comprada en puestos callejeros y esparcida por el suelo.
De París a Roma, de Madrid a Copenhague, de Londres a Atenas, de Munich a Zaragoza, de Lisboa a Barcelona, las ciudades han dado de comer a las palomas con fruición —se argumentará a sí mismo nuestro hombre con rostro de Van Gogh—, porque esas aves no son solo la sombra del Espíritu Santo que tanto gozo procura a los creyentes. También encarnan el símbolo de la última gran paz.
Pero Europa ya no es lo que fue, aunque nuestro cebador furtivo aún no lo supiera cuando fue denunciado. El continente se levantó un día con ganas de ir al baño, como el guardia Jonathan Noel en aquel cuento de Patrick Süskind, y fue incapaz de soportar la presencia de una de esas aves ante su puerta. Desde entonces, pensamos como él cuando se dice paralizado por la especulación: «una paloma es el compendio del caos y la anarquía, clava las garras y pica los ojos, lo ensucia todo y esparce bacterias destructoras», ante la mirada oculta de nuestro vecino con rostro de Van Gogh, que acaba de enterarse.
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