La pasividad
Crónica del manicomio ·
«Hoy el descrédito de la actividad se vuelca también con la infancia. Cuando un niño no para de moverse, se le tacha de hiperactivo y se le ceba con derivados anfetamínicos»Los criterios para medir el nivel moral de la gente son heterogéneos. Uno de ellos, y no el menos relevante, le aplicamos contraponiendo actividad ... y pasividad. A las personas las calificamos a menudo, o se califican a sí mismas, con los atributos de pasivo o activo.
Para muchos, la pasividad es irritante, incluso inmoral. Observar a quien permanece indiferente ante hechos que conmueven a los demás, o a quien alarga la espera o la decisión más allá de lo necesario, nos aíra fácilmente. Observar esa mezcla de cobardía e irresolución nos enerva. Esa capacidad, que a veces se califica de obsesiva, para aplazar las cosas, para procrastinar, dicho en términos más técnicos o pedantescos, puede despertar nuestro enfado y nuestra crítica más cruda.
Sin embargo, las objeciones a esta percepción no se hacen esperar. Lo que unos juzgan simplemente como pasivo, otros pueden entenderlo como meditación, sosiego y capacidad para demorar las cosas y no ser tan reactivos y reflejos en nuestros actos. En ocasiones el 'vuelva usted mañana' no es una rémora burocrática sino una manifestación prudente de inteligencia. Las cosas hay que pensarlas. No hay peor y más agobiante sujeto que el personaje lleno de muelles que, como un autómata o un marisabidilla impetuoso, tiene para todo una respuesta inmediata.
La pasividad tiene mala fama. En la sociedad patriarcal se le atribuye a la mujer, juzgando que por su carácter pasivo debe someterse al varón y dejar en suspenso su derecho a la igualdad y de hacer lo que le venga en gana. En la sociedad capitalista se califica de pasivo al que no trabaja o, más bien, al que no lo hace a gusto del capataz. Y en la sociedad depresiva, como lo es paradójicamente la que nos cobija, se llama pasivo al triste, al melancólico, al que se refugia en casa. Como se ve, no soplan el viento a favor de los pasivos.
Pero, por el otro extremo, la actividad, según qué casos, no sale mejor parada. Cuando alguien se rebela, con o sin motivo, o conmueve el orden establecido, comprometiéndose a fondo por alguna causa, hoy se le llama activista y nos previenen contra él por su beligerancia combativa. Eso, cuando no se le rechaza directamente, como antes sucedía con el contestatario, con el surrealista o con el comunista.
Ahora bien, hoy el descrédito de la actividad se vuelca también con la infancia. Cuando un niño no para de moverse, las más de las veces para no detenerse a pensar y enfrentarse a lo insoportable, esto es, a lo familiar, se le tacha de hiperactivo y se le ceba con derivados anfetamínicos.
Con este ir y venir, el calificativo pierde seriedad. Tan pronto puede ser una virtud como convertirse en un vicio. De este modo, y siguiendo la corriente de los tiempos, las palabras van perdiendo consistencia y reflejan peor la realidad. Ya no es necesario ni enmendarlas ni sostenerlas. Les da igual.
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