Mayores de edad, otra vez
«Trabajar, educarse, estar informado… podrían valer, pero es el ejercicio del voto lo que nos hace sentir ciudadanos de forma más evidente»
Recuerdo el primer día que fui a votar. Mi padre y yo fuimos dando un paseo hasta el colegio electoral. Yo iba delante de él, ... como cuando era niña y me llevaba agarrada del hombro para que no me escapara a saludar a algún animal suelto por el parque.
Al llegar le seguí como el que sigue a la enfermera en el hospital. No reparé en toda la gente que allí había hasta que di por entregada la papeleta. Fue entonces cuando vi a los vecinos de la casa de al lado, al señor mayor que ya casi nunca salía y a mi amiga de parvulitos, Lucita, con la que tantos chichones compartí y a la que no veía desde su cambio al grunge del instituto.
A quién me encontraré en estas elecciones es un misterio. Recién empadronada fuera de la ciudad que me vio crecer, me importa algo menos. Quizá algún vecino molesto, algún compañero de gimnasio, personas de la zona que toman café en el mismo bar de la esquina, ¿algún amigo?
Lo que empiezo a intuir es que la jornada de reflexión tendrá el mismo nerviosismo de la primera vez. Votar tiene algo particular, una sensación entre deber y derecho que puede atribuírsele a pocas cosas. Trabajar, educarse, estar informado… podrían valer, pero es el ejercicio del voto lo que nos hace sentir ciudadanos de forma más evidente. Y tiene algo todavía más maravilloso: las elecciones dejan el tiempo suficiente entre ellas para permitir que nos olvidemos de los detalles del proceso, haciéndonos sentir mayores de edad otra vez.
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