Huevos de Pascua
«Menos mal que la inocencia infantil es algo que no mengua y las madres siguen peleándose con sus hijos en el baño para limpiarles las orejas»
Tomasín no volverá a lavarse las orejas desde que le saqué el otro día unos huevos de chocolate. Lo hace por pura glotonería porque chocolate ... no le falta. Mi sobrino, nada más subir a su casa, abrió una caja roja y los añadió a su tesoro. Uno a uno, los huevitos fueron cayendo entre caramelos, piruletas y otras golosinas. Y había más: un táper con trozos de huevo de Pascua. Tomasín dejaba en su colección de dulces las marcas de unos dientes diminutos como un zorro deja las plumas en un gallinero.
De entre todas las cosas que tenía guardadas, las que le llevé fueron las que menos éxito tuvieron. «Es que ya ha tomado mucho chocolate», me decía su madre mientras le ayudaba a quitar el envoltorio a un chupete con caramelo y me miraba con cara de circunstancias. Las dos sabíamos que en nuestra época esto sería impensable.
El Domingo de Pascua era el día grande de la Semana Santa, había que encontrar los huevos escondidos en el jardín. Entre los nietos nos organizábamos para comandar la expedición. Era uno de los pocos momentos del año en los que no había discusiones, todos ansiábamos el mismo premio: tomar algo que el resto del año no existía, algo mágico que brotaba de la hierba y nunca llegaba a la despensa. En aquel entonces había ansia por el dulce, era un regalo divino. Ahora, hay coleccionismo por lo ordinario. Menos mal que la inocencia infantil es algo que no mengua y las madres siguen peleándose con sus hijos en el baño para limpiarles las orejas.
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