Hijos pródigos
«Aun siendo conscientes de que lo más probable era no volver a verles, todos nos pusimos de acuerdo en irnos»
Nos quemamos. Estábamos comiendo en el jardín y el mantel de papel blanco reflejaba la radiación en todas las longitudes de onda visibles. Éramos nueve ... personas alrededor de una paella, como un grupo de lagartijas tomando el sol sobre sillas calientes. Había viento, el suficiente para confiarse y no echarnos la crema del sol. En ese momento no lo sabíamos: estábamos abrasándonos hasta los labios.
Estuvimos por lo menos una hora entre primero y segundo poniendo sobre la mesa una ristra de anécdotas como el que va sacando ases de la manga. Yo no llegué a probarlos, pero varios de los que allí nos reunimos intercambiaron postres al ritmo del tintineo de la cucharilla en las tazas del cortado.
Aunque éramos todos de fuera, no importó. Nos saludó hasta el gorrión que se coló en la sombra del bar. «Buenas tardes», «buenas», «qué hay» se escuchaba continuamente a los vecinos que entraban y salían del edificio que teníamos detrás mientras nosotros sonreíamos ante la hospitalidad de los lugareños.
Lo normal era sentirse parte ya de la comunidad. Con menos de 200 habitantes, lo mínimo es que, por lo menos, estén acostumbrados a saludarse entre ellos. Lo chocante vino después, cuando cogimos los taxis de vuelta y nos despedimos con un «hasta luego». Aun siendo conscientes de que lo más probable era no volver a verles, todos nos pusimos de acuerdo en irnos como los hijos pródigos que volverán en unos meses, quién sabe si años, a quemarse al sol de esa infancia en el pueblo.
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