Elecciones catalanas o por qué la diversidad nunca es igual
« Si se asume a esa España diversa como algo no necesariamente dañino ni imperfecto, ni malo ni bueno, ni mejor ni peor, sino como la realidad compleja en la que habremos de entendernos, también tendrán que considerarse otras verdades, como que la diversidad nunca es igual (...)»
Mañana se celebran las elecciones catalanas en un contexto nacional de bronco enfrentamiento partidista. En comicios anteriores, el debate solía girar en torno a ... la posición de unas y otras formaciones políticas respecto a la Constitución y su acatamiento o no. De manera que acababan perfilándose dos bloques bien definidos: el de los constitucionalistas y el de los independentistas (si bien no siempre fue así, como luego veremos). Sin embargo, ahora parecería que la discusión se ha desplazado a un marco más amplio -y a la vez difuso- en que los partidos y siglas que tejerán las futuras alianzas ya no son los mismos. Y es que la controversia de fondo que en estos momentos se plantea tiene que ver con dos concepciones opuestas, como son la de la unidad y la diversidad de la nación, con separarse de España o esforzarse en impedirlo.
En los últimos tiempos es ésta la polémica en boga, a pesar de que se trate -en verdad- de una vieja disputa; y de que, a estas alturas, debería de resultar ya una obviedad la percepción de que España es un país diverso, como lo son la mayoría de las naciones y regiones. Esto no constituye ninguna novedad ni descubrimiento. Como Comunidad Autónoma, Castilla y León se compone de una variedad de culturas, paisajes y lenguas, pues aquí no sólo se habla castellano, sino también gallego y asturleonés; y aunque vista desde Burgos, Valladolid o Madrid a algunos se les antoje monolítica y homogénea es la nuestra una Comunidad tan diversa en comarcas y estilos de vida como lo puedan ser Cataluña o el País Vasco.
Si se asume a esa España diversa como algo no necesariamente dañino ni imperfecto, ni malo ni bueno, ni mejor ni peor, sino como la realidad compleja en la que habremos de entendernos, también tendrán que considerarse otras verdades, como que la diversidad nunca es igual ni se traduce en una identidad que funcione en todas partes de igual modo. En el devenir o procesos históricos que determinan la construcción de la nación española, la expansión por el espacio peninsular de culturas y civilizaciones tales la árabe, visigoda y romana, así como -antes- la celtíbera, la griega, la fenicia o la cartaginesa, adquiere diversas cotas de influencia e implantación. Asumir que todos somos «un poco» de ello en la misma medida, «cuarto y mitad» árabes, visigodos, celtíberos o romanos, llevaría hacia una inexactitud muy semejante a la de creer que España es «una» en la mezcolanza o hibridez resultante de ese conjunto de diferencias. Cuando -precisamente- la diversidad actual de nuestra nación procede del distinto nivel o grado de integración en que tales procesos afectaron a cada uno de los territorios que la componen.
El debate entre la «unidad» y/o «diversidad» de España es, al menos, tan antiguo como la diatriba entre los partidarios de una difícil reconstrucción del nacionalismo español -expurgado ya de «Santiagos matamoros» e inquisitoriales hogueras desde el siglo XVIII- y quienes promovían las identidades regionales dentro de un movimiento que tomaría especial impulso a lo largo del XIX. Casi nadie, pues, duda de la importancia de lo que suceda en las elecciones del domingo no únicamente para Cataluña, sino para todo el país. Lo que se pretende desde las filas del PSOE es, en el mejor de los casos, reeditar una alianza como la que concitó en 2006 el socialista José Montilla junto a ERC e ICV (Iniciativa Per Catalunya Verds); pero ocurre que no está nada claro quién sería, hoy, el «tercero en concordia» de un hipotético tripartito, ya que la aportación de Els Comuns -en cuanto rama catalana de Sumar- a ese proyecto no «sumaría» demasiado. Puede que a Salvador Illa le bastasen los votos de su partido y de ERC para gobernar, mas es incierto que los de Esquerra se encuentren dispuestos a auparlo al poder. Y eso sin contar con que la derrota -o insuficiente victoria- de Carles Puigdemont ocasionaría que, cuando él decida, se deje de apoyar al gobierno de Pedro Sánchez y éste pueda -al fin- caer. De forma que la salida del «laberinto catalán» -y nacional- no resulta fácil, porque se diría que todos los caminos conducen a la incertidumbre o el conflicto.
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