El edadismo como estupidez
«Una mujer o un hombre de más de 80 años no tiene que ser necesariamente un ente decrépito, puesto que puede seguir desempeñando la tarea de presidente de EE UU»
He leído, en los últimos días, diversos textos que giraban en torno al hecho de envejecer. Justo cuando reunía mis apuntes para escribir sobre el ... envejecimiento y -en concreto- acerca de esa nueva palabra que alude a la forma discriminatoria con que tiende a tratarse a los individuos mayores en nuestra sociedad: 'edadismo'. De modo que no pretendo cantar las loas de la ancianidad ni relatar lo mucho y bueno que aprendimos de nuestros abuelos. Ya se ocupan otros de hacerlo. Tampoco despotricaré contra el despiadado sistema que, hoy, los desprecia, estigmatiza y -nunca mejor dicho- «retira de la circulación» como trastos viejos, por incómodos, molestos e improductivos.
El 'edadismo' más reprobable, por inexacto y erróneo, radica en que la lucidez -y el estado- de quien se halla en una edad antes tenida como 'provecta' no puede medirse igual que se medía hasta hace tan sólo unos pocos años. En las generaciones de nuestros padres, una persona pasaba a convertirse en anciana a partir de los 60 y, en el presente, no ha de pensarse que esto sea así. Aunque la movilidad se torne más lenta y la memoria falle o empiece a funcionar según diferentes parámetros: recordándose muy bien sucesos de la infancia y con dificultad lo que acaba de ocurrir. Tiene cierta razón -por ello- Joseph Biden al encorajinarse cuando algunos le buscan los «tres pies al gato» de su competencia mental e intentan inhabilitarlo de facto como posible candidato a la presidencia porque, al parecer, se llevara -despistadamente- determinados papeles oficiales.
Lo que no debería interpretarse solo en cuanto rabieta de un vejestorio 'tronado', sino como una justificada protesta con la cual muchos ciudadanos se identifican. En EE UU -y esto suele ignorarse aquí- despedir o jubilar a gente mayor a causa exclusivamente de su edad cabe ser considerado improcedente y motivo de denuncia por trato discriminatorio. Y algo similar ocurre si se quiere que prescindan -por lo mismo- de una licencia tan necesaria en aquellas tierras como la tarjeta de conducir. Sin embargo, no únicamente en España, sino en buena parte de Europa, se está imponiendo la ampliación de la edad requerida -por abajo-, mientras aumentan las amenazas de estrecharla -por arriba-. Es decir, que los jóvenes de dieciséis (de acuerdo con lo que también sucede en USA) puedan conducir automóviles, pero que quienes hayan cumplido sesenta y cinco comiencen a ser mirados como ancianos potencialmente peligrosos. Y, en consecuencia, tengan que demostrar sus aptitudes cada dos años a partir de la mencionada edad. Cosa que en absoluto acontece entre los viejecitos norteamericanos cuyo derecho a conducir se diría que jamás caduca.
Lo peor es que, desde redes y medios de comunicación, viene amagándose en España con tales restricciones como si de una campaña orquestada se tratara. Y manejándose discutibles estadísticas a propósito de la alarmante cantidad de siniestros causados por personas mayores en Europa, cuando los datos de siniestralidad en USA indican que, comparándolos proporcionalmente, no son como se pretende; y que los accidentes que provocan los ancianos no superan los producidos por los jóvenes, toda vez se considere el número de unos y otros conduciendo.
¿Qué pasa entonces? Que no se toma en cuenta un cambio de realidad tanto biológico como cultural. Y que constituye una de las más importantes transformaciones que ha experimentado la humanidad en varios siglos: no la robótica; no la inteligencia artificial; no esas fantasías de que nos volveremos cyborgs trashumanos compuestos de repuestos y chips; sino que una mujer o un hombre de más de 80 años no tiene que ser necesariamente un ente decrépito, puesto que puede seguir desempeñando la tarea de presidente de EE UU. Quienes se las dan de progresistas y modernos con dichas medidas coercitivas son retrógrados, ya que se resisten a aceptar que la mayoría de los viejos no envejecen como antaño; y que los criterios para prejuzgarlos y apartarlos de la sociedad responden a inercias obsoletas. Por lo que hay que denunciar el edadismo no solo como antigualla, sino -también- como una enorme estupidez.
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