Lloronas y llorones
«Lo que sí parece contrastado es que los logros del feminismo han conducido hoy a que el hombre llore más y a que la mujer vaya bajando su intensidad»
En un texto de 1982, Norbert Elías, célebre sociólogo de origen polaco, sostuvo esta atractiva idea: «En el siglo XVII los hombres todavía podían llorar ... en público, mientras que hoy es mucho más raro y difícil. Únicamente las mujeres conservan esa capacidad. Tan sólo a ellas se les permite socialmente. Y no sabemos por cuanto tiempo». La curiosa observación de Elías merece algún comentario adicional.
Primero, que ese tiempo se ha agotado sin que las mujeres dejen de llorar. Mientras tanto los varones, a lo que parece, han recuperado de nuevo el llanto, aunque esto implique cierta debilidad. Advertencia que nada más formulada por mi parte, llama la atención sobre el uso inquietante que acabo de dar a la palabra «debilidad», ya sea porque sigo interpretando que los fuertes no lloran o porque creo que llorar debilita especialmente al varón. Un dictamen que sólo puede ser argumentado por quien, al menos a esos efectos, no ha traspasado el cambio civilizatorio que ha devuelto al hombre contemporáneo el lloro público, sin perder por ello fortaleza ni dignidad. Al autor de estas líneas, en efecto, le cuesta llorar. Síntoma probable de edad avanzada, aderezada con rasgos estoicos, que contrasta con los llantos desbordantes que observa en los protagonistas masculinos de 'La isla de las tentaciones', sin duda mucho más modernos que él.
El siguiente comentario se interroga sobre la capacidad del llanto para ejercer de diferenciador sexual. Su rasgo distintivo e incluso discriminador es notorio, o por lo menos lo ha venido siendo hasta la nueva inflexión que parece imponerse y cuyo triunfo ilustra bien la telerrealidad de esa isla invadida por el diablo del desencuentro y la infidelidad. Cabe entonces que uno de los signos de la igualdad sexual que estamos en vías de conquistar se mida bajo el hecho de que todos lloramos igual. Las mujeres ya no disponen en exclusiva del llanto para enjugar sus emociones o para defenderse de la tiranía patriarcal. Todos y todas lloramos, y todas y todos lloramos por igual. Otro techo de cristal roto y otra diferencia discriminadora que pierde su invisibilidad.
Aún así, cabe un tercer comentario que nos devuelve al hecho original, al movimiento de presencia o ausencia del llanto varonil a la par de los cambios de la sociedad. Mientras que su manifestación femenina permanece, el llanto varonil va y viene al ritmo de las variaciones históricas. Su análisis no será fácil de investigar por parte de los historiadores, pero esos vaivenes existen, como nosotros mismo hemos podido comprobar directamente en el espacio de unas generaciones. No sabemos, sin embargo, si en el pasado su presencia o ausencia corrió paralela al auge o declive de la mujer en algún dominio social. Lo que sí parece contrastado es que los logros del feminismo han conducido hoy a que el hombre llore más y a que la mujer vaya bajando su intensidad.
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