Juventud y futuro
«Hoy, los propios jóvenes confiesan la abulia y desgana que les produce la desilusionante sensación de que se hallan ante el derrumbe o fin de un modelo, de un sistema, de una era»
Arrecian las quejas y denuncias acerca de los desaforados y violentos botellones de metrópolis españolas como Barcelona, Madrid o Sevilla. Esos que han terminado -a ... lo largo de los últimos días- en salvajes peleas, apuñalamientos, disturbios, destrozos en vehículos y mobiliario urbano o tremendos altercados con la policía. Y, ahora, como hace años, surgen algunas voces severas que critican y condenan las actitudes de los jóvenes actuales: su facilidad para emborracharse, su inconsciencia, mala educación, estulticia, vandalismo… Hay quienes se preguntan por qué aquéllos en vez de poner en riesgo su vida y las de otros de manera tan irracional e inútil no se ocupan en denunciar los males que les aquejan. Así, la escasez de empleo, la precariedad en el trabajo (si tienen la suerte de conseguirlo), los precios desorbitados de la luz y los alquileres, la necesidad de emigrar. En suma, ese futuro con pobrísimas expectativas que cubre el horizonte de oscuras tormentas.
Y, con probabilidad, los que tal dicen no se dan cuenta de que –precisamente– los jóvenes ya lo están haciendo. Con esa rabia. Con esa desesperación. Con ese desprecio por lo que se tiene o lo que se es. Porque no ven nada claro. Porque perciben que lo que creían poseer se les escapa como arena entre las manos; que cumplir el programa que se les ha propuesto (estudiar una carrera, hacer un máster) no les asegura más que, como mucho, la posibilidad de trabajar fuera de su tierra. En Castilla y León el éxodo es un axioma y casi la única salida para la mayoría de los estudiantes. Se podrá argumentar que, en efecto, la juventud es siempre un tiempo de incertidumbres. Pero, antaño, cuando éramos jóvenes los que en el presente somos ya viejos, no sabíamos en absoluto cómo podrían marchar las cosas. «Moría de su muerte» –que habría dicho Valle-Inclán– una dictadura implacable. Y nos empezábamos a asomar al ojo de la claridad desde un sombrío y estrecho túnel. Tampoco había seguridad para nadie en el porvenir; aunque sí esperanza de que las cosas irían a mejor, así como una sorprendente ausencia de miedo. Sobre todo, si se piensa de qué periodo de terror y temores interiorizados veníamos. O, quizá, fuera por eso que caminábamos –a diferencia de las generaciones inmediatamente anteriores– con audacia hacia delante.
Hoy, los propios jóvenes confiesan la abulia y desgana que les produce la desilusionante sensación de que se hallan ante el derrumbe o fin de un modelo, de un sistema, de una era. Ante el agotamiento de un mundo en perpetuo declive. Un mundo en que no es 'el fin de la historia' –como algunos anunciaban– lo que está teniendo lugar, sino el 'fin de las utopías'. Un mundo en que no parecen factibles ni el progreso ni la felicidad en el mañana. Un mundo poblado de distopías en el que, por el contrario, como en tantos videojuegos o series de las grandes plataformas, los jóvenes se nos presentan –y, en ocasiones, llegan a verse a sí mismos– a modo de muñequitos que eliminar en una pesadilla colectiva.
Sin embargo, no todas las perspectivas habrían de ser forzosamente tan negras. De entrada, y de acuerdo con lo que ya venía sucediendo en sociedades como la norteamericana desde hace décadas, deberá asumirse que el porvenir de los jóvenes será menos estático de lo que fue: que, en el curso de sus vidas, cambiarán de ciudad o de residencia varias veces y de trabajo también; que tendrán que reinventarse vital y laboralmente. Se acabó la trayectoria, tan habitual en nuestros pueblos y capitales de provincia, según la cual ellos y ellas nacían, se casaban, trabajaban y morían sin apenas alejarse del terruño, en una misma calle o casa.
Actualmente –y salvo catástrofes o pandemias– los jóvenes van a vivir mucho más que nosotros y hay que relativizarlo todo desde ese punto de vista. No habrían vivido apenas la cuarta parte de la existencia que les puede aguardar. Y eso quiere decir que les queda un largo camino por recorrer en un planeta que no ha de autodestruirse ni ser necesariamente «un valle de lágrimas». El futuro de la humanidad está todavía por descubrir y por escribirse. E incluso por crearse y por nacer.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión