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Tomen cualquier medio de comunicación de cualquiera de estos días, ya sea escrito, hablado o visualizado; pasen revista a las noticias que recoge el medio. ... Basta incluso con fijarse en los titulares, sin que sea estrictamente necesario entrar a fondo en el texto completo de cada noticia. Seguro que obtendrán la misma impresión que yo: que la mayoría de las noticias destacadas tienen que ver con asuntos que se dirimen en los Juzgados y Tribunales de Justicia, o simplemente que afectan a la Administración de Justicia. Mucho más que en la actividad legislativa, e incluso que en la acción de gobierno propiamente dicha, la información sobre la actualidad está ahí, en la crónica diaria de las decisiones judiciales y en las reacciones que generan, de un signo de otro. Como si la parte más llamativa de la política se desarrollara en los Juzgados, más que en el propio Parlamento, o en la sede del Consejo de Ministros. Como si la política hubiera cedido el protagonismo de la vida pública a ese espacio donde se mezclan las sentencias, los autos, las declaraciones de imputados y testigos, los informes, etc.
Creo haber oído en algún momento que, en la tradición de los periódicos más clásicos, a los periodistas novatos se les encomendaba hacer la crónica de sucesos y tribunales, lo que se consideraba un cometido un tanto secundario y para principiantes. Se presentaban allí donde hubiera ocurrido un siniestro, un crimen, una desgracia; acudían a juicios públicos donde se ventilaban homicidios, asesinatos, violaciones o estafas; y así iban haciendo experiencia y méritos. Pero la cosa ha cambiado radicalmente: hoy, esas secciones de noticias constituyen material altamente cualificado por su relevancia. Son la esencia de la política, y hasta de la vida social, por encima de cualquier otra, y a su seguimiento y análisis se aplican a diario los más conspicuos comentaristas de la actualidad, concediéndole una importancia sobresaliente.
¿Es bueno que así sea?, ¿es bueno que la crónica de tribunales haya suplantado a la política? Obviamente, no, y más aún cuando se percibe que el fenómeno de la polarización y del alineamiento ha penetrado en una buena parte de los estamentos judiciales con la misma o más incidencia que viene teniendo desde hace algún tiempo en la propia vida política del país.
Basta una mirada, incluso superficial, a las que han sido noticias más destacadas en los últimos días, donde hubo de todo. Para empezar, un acuerdo sobre la renovación del Consejo General del Poder Judicial, aplicando el modelo vigente de designación parlamentaria; un paso doblemente positivo, porque, junto a la composición del Consejo, se incluía también un Anexo, que los dos grupos firmantes se comprometen a tramitar y a apoyar conjuntamente, en el que se modifica, tanto el sistema de elección para el futuro, como la forma de acceso a los cargos de mayor rango en la carrera judicial. Una buena noticia, sin duda. Para quienes pensamos, y seguramente somos mayoría, que la estabilidad y la cohesión de un país también se fortalece si los partidos que tienen opciones de gobernarlo comparten algunas cosas, que pueden ser pocas, pero fundamentales, el acuerdo es una buena noticia, por más que haya tardado y por más que la complicidad inducida sea mínima y poco duradera. Siempre se dijo que, a menudo, el valor de un acuerdo se aprecia observando quiénes están en contra, y éste es un buen ejemplo al respecto. Y habría que confiar que, experimentado el camino del acuerdo, pueda volver a transitarse a otros fines (pienso, como asunto inmediato, en todo lo relacionado con la migración, el control, el tratamiento de los menores, etc., o con la financiación autonómica, tan necesitada de rigor, de actualización y de reglas claras de equidad y de justicia distribuida, que atiendan a la diversidad objetiva y eviten el privilegio).
Pero alcanzado ese acuerdo, que enseguida generó ya dudas sobre su alcance y su cumplimiento, volvió a manifestarse en toda su crudeza, y con especial belicosidad, lo que antes apunté, la confrontación centrada en asuntos de dimensión judicial, como escenario principal del debate política. La lista sería interminable y abarca cuestiones tan diversas como el papel del Fiscal General del Estado en temas sensibles, o el procedimiento abierto a propósito de la actividad de la esposa del Presidente del Gobierno, que juzgo ajena al reproche penal, pero rayana en la imprudencia en algunos casos, o las nuevas revelaciones sobre los efectos colaterales del conocido caso Koldo. La palma, desde luego, se la llevan los dos asuntos más llamativos de la actualidad; o sea, la aceptación por el Tribunal Constitucional de recursos de amparo presentados por condenados a causa de los famosos ERES en la Junta de Andalucía, revocando sus condenas por prevaricación malversación, y la negativa del Tribunal Supremo a aplicar la recién aprobada amnistía a los delitos de malversación por los que fueron condenados diversos dirigentes catalanes, entre ellos el ex President Puigdemont, con ocasión de la celebración de aquel referéndum ilegal en el contexto del 'procès'.
Dos asuntos resueltos con sendas interpretaciones jurídicas, que, como tales, admiten discusión, y hasta discrepancia, lo que es muy normal en el Derecho. El Tribunal Constitucional ha entendido que enviar un Proyecto de Ley de Presupuestos al Parlamento, para su debate y aprobación, no es un acto delictivo en sí, sin perjuicio de que, si se considera que la Ley aprobada incurre en inconstitucionalidad, debe recurrirse en este ámbito; y, así, ha excluido la prevaricación y la malversación, sin perjuicio de que en la aplicación incorrecta de una Ley aprobada, en este caso la de presupuestos, puedan cometerse esos u otros delitos. El Tribunal Supremo, por su parte, ha declarado que la amnistía no alcanza al delito de malversación, por tratarse del supuesto que la propia Ley de Amnistía excluía cuando hubiere existido «propósito de enriquecimiento»; el Tribunal que en su día dictó sentencia entiende que el enriquecimiento derivado de la malversación admite dos formas, obtener un ingreso procedente de lo malversado, o evitar un gasto a cago del patrimonio personal, que es lo que entiende que ha ocurrido ya que los condenados cubrieron con dinero público lo que hubiera sido una aportación personal a los fines del procès, como hicieron otras personas. Interpretaciones todas ellas discutibles, más, creo yo, esta segunda que la primera; interpretaciones también, en buena medida, previsibles y evitables si se hubiera afinado más en las sentencias condenatorias de los ERES y en la elaboración de la Ley de Amnistía. Asuma, pues, cada uno su parte en el resultado final, sea en el ámbito judicial o en el político.
Porque lo que, finalmente, no es de recibo es valorar las decisiones judiciales, esas dos citadas en particular, alternativa y respectivamente como exponente de la independencia o de la servidumbre, del rigor jurídico o de la mala intención, en función de la ventaja política que pueda proporcionar el fallo a los intereses políticos de unos u otros, o en función del discurso que convenga elaborar en cada caso.
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