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Son tantas las turbulencias procedentes a diario de la política, que unas sustituyen a otras a la velocidad del rayo sin dejar apenas tiempo ni ... sosiego para un mínimo análisis. Solo en estos últimos días, Milei, Palestina, algunas votaciones en el Congreso, algunos trámites judiciales, además de los consabidos exabruptos de variado origen, nos hacen ver que no hay resquicio para nada más, que vivimos un ambiente de sobresalto continuo en el que todo está revuelto y en el que no hay un mínimo de espacio reservado a la calma. La gobernabilidad ofrece serias incógnitas demasiado pronto, con grietas dentro de la coalición y en el entorno de los apoyos; el tratamiento de las relaciones exteriores como política de Estado es una absoluta quimera; nada está exento de radicalidad verbal y nada hace pensar que algo vaya a cambiar, aunque solo fuera con la intención de recuperar algo de cortesía parlamentaria entre adversarios. Más bien parece que aquel equívoco envite de cinco días de reflexión que planteó el Presidente del Gobierno no haya hecho sino recrudecer las hostilidades, sin que haya florecido ningún atisbo de propuesta formal de regeneración democrática
No será, pues, de extrañar, que se escuchen cada vez con más frecuencia expresiones ciudadanas de indiferencia y de descrédito, en una peligrosa sensación de alejamiento de la política, incluso en tiempos en que la marcha de la economía ofrece signos bastante favorables en muchos aspectos. Y habrá que concluir que lo más probable es que la tensión se mantenga, o crezca, al menos hasta que tengan lugar las elecciones europeas del 9 de junio, ya convertidas en segunda vuelta, en plebiscito, en prueba del nueve, en todo menos en un proceso electoral con un contenido propio y cada vez más trascendente por los asuntos que están y van a estar en juego en el ámbito comunitario, sea para cada uno de los países que formamos parte de él, sea para nuestra posición conjunta en la relación con otros países en este momento tan conflictivo. Ocasión habrá de examinarlo. Pero ya sabíamos que, tal como quedaron las cosas, con las espadas en alto, tras las elecciones generales de aquel 23 de julio, y tal como fue el polémico proceso que condujo a la investidura del presidente del gobierno, los tiempos venideros, con variadas citas con las urnas, iban a ser inquietos. Y así está siendo: elecciones ya celebradas en Galicia, Euskadi y Cataluña; resultados muy diversos; certezas y dudas a partes iguales; y siempre ese escenario de confrontación que convierte cada cita electoral en la decisiva batalla del último día, muy propio de la política de bloques cerrados, acostumbrada a mirar si se movió algo la frontera cada vez que hay urnas.
Detengámonos un poco en ello, porque con esas turbulencias que decía al principio, ni quedó tiempo, ni hubo ocasión, de analizar con un mínimo detalle lo que pasó en los citados territorios, especialmente en Cataluña, donde la expectación era mayor por obvias razones. El resultado respectivo lo hace bien evidente: de Galicia no proviene mayor inquietud para la estabilidad de la política nacional, y tampoco demasiada de lo que vaya a ocurrir en el País Vasco, al menos en esta fase. Se formará un Gobierno de coalición entre el PNV y el PSOE, y ni el PNV ni Bildu modificarán sus posiciones fuera de allí, sin perjuicio de algún que otro escarceo para medir fuerzas entre ambos. Porque lo significativo de las elecciones allí fue, sin duda, y como bien se recordará, el tan comentado ascenso de Bildu. En el PNV se mostraron satisfechos: los pronósticos no eran muy favorables, pero han sido los más votados, con casi 30.000 votos por encima de Bildu, y mantendrán el Gobierno vasco en coalición. Es de suponer que, por dentro, no estarán tan satisfechos, sino más bien preocupados. Lo veían venir, renovaron la candidatura, y aun así han perdió cuatro escaños mientras que Bildu ha ganado seis, hasta empatar a 27. Han perdido la hegemonía nacionalista de que gozaron históricamente, sin rentabilizar su papel en la política nacional. Bildu, por el contrario, ha rentabilizado a la perfección su reiterada aparición en escena como socio de referencia del Gobierno de la Nación en materias de alto contenido social y es mayoritario en Guipúzcoa y en Álava. Pero nunca la suma global de nacionalistas vascos, de uno y otro lado, fue tan alta como ahora (54 escaños en una Cámara de 75).
Lo de Cataluña es bien distinto. El resultado es verdaderamente alentador, visto en términos de avance en la integración nacional; que el PSC haya ganado con claridad, y también que el PP haya crecido con fuerza, a la vez que los grupos nacionalistas pierden la mayoría, son datos muy favorables en esa línea. Pero, a diferencia de los otros casos, las incertidumbres derivadas para la gobernabilidad, en Barcelona y en Madrid, son evidentes, y considerables. Lo que está en duda no es tanto con quiénes se podría formar un gobierno, sino el hecho en sí; o sea, si habrá gobierno. Yo creo que es muy probable que lo haya, y que lo formará Salvador Illa, quizá en solitario, quizá añadiendo a los Comunes, en minoría en todo caso, y con la abstención de ERC. Luego vendrá todo lo demás, la negociación de cada asunto y el cumplimiento de los acuerdos de investidura que estaban pensados y escritos para una Generalitat nacionalista (léase, por ejemplo, la bilateralidad fiscal concertada y otros de esa misma orientación).
La alternativa a eso es repetir las elecciones; y hay una regla de oro: unas elecciones no se repiten cuando quien tiene en su mano evitarlo, sabe que lo más probable es que su resultado empeore aún más si hay repetición. Esto es lo que le pasa a ERC. El peligro está en otro sitio, en el tejado del prófugo. Su cálculo es que Junts, más ERC, más CUP y la nueva Alianza, si fuera necesario, supone un bloque nacionalista de 61, que no es mayoría absoluta, pero es más que los 42 del PSC y que los 48 que sumaría con los Comunes. Para superar ese bloque en una hipotética segunda votación de investidura harían falta los 15 del PP, pero también la abstención de los 11 de Vox. ¿Quién se atreve? Así que Puigdemont quiere aplicar el conocido principio de que ganar no es gobernar, porque puede gobernar quien ha perdido en votos si suma más en escaños. Y va más allá: yo ayudé a hacerlo allí; quiero que me lo hagan aquí. Obviamente, este escenario no tiene mucho sentido, ni parece factible que Junts y ERC puedan compartirlo, visto cómo les fue a cada uno, aunque sí coincidirán en votar conjuntamente los imaginables asuntos que obliguen al PSC a buscar otras incómodas complicidades.
Así que la inquietud está servida y el bloqueo puede correr de allá para acá. Ese personaje en el que estamos pensando, además de otras cosas, es tan intrépido como imprevisible, y no de ahora. Se sabía ya el 24 de julio pasado cuando vió la ocasión de recibir en mano, además del beneficio penitenciario, una de las llaves de la gobernabilidad del Reino de España. Y, en efecto, entregada le fue, aunque ahora amague cada día con no encontrar la cerradura.
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