La imagen que damos
La Platería en llamas ·
«En la Estación Espacial no se escuchan las broncas de los futbolistas mientras el encargado del bar les exhorta: 'A hacer el macarra, váyanse a las Cortes'»El recién estrenado comandante de la Estación Espacial Internacional, Thomas Pesquet, quiso compartir su fascinación por los paisajes que es capaz de divisar desde su ... privilegiada ventanilla en ese microondas carísimo y admirable que la ciencia, la tecnología y la audacia humana ha colocado en órbita a siete kilómetros por segundo. Desde allí le hizo fotos al Pisuerga a su paso por Valladolid y alucinó con la belleza ordenada de nuestro paisaje más amplio, con esa disposición poligonal de los colores —topografiada en el terreno al cabo de colonizaciones, conquistas, ventas, desamortizaciones, traspasos, arriendos, expropiaciones, herencias, embargos e hipotecas— que el comandante acabó llamando «mosaico de azulejos». Por lo visto, a más de trescientos kilómetros de altura la España vaciada parece, en realidad, la España alicatada.
El comandante Pesquet no es el primer francés que nos fotografía con tanta notoriedad. Ya lo hizo Jean Laurent, en el siglo XIX, aunque, eso sí, a pie de calle. Sus vidrios y daguerrotipos mantienen intacta la tristeza que pululaba alrededor de nuestra monumentalidad envejecida a ras de suelo. En ese sentido, Laurent es un microscopista comparado con su compatriota Pesquet, pero sus instantáneas, como la del astronauta, también transmiten la sensación de haber sido tomadas en una España vaciada. Son fruto de un vuelo rasante, de una mirada atenta a las huellas calizas de nuestro pasado glorioso, pero inanimadas; realizadas a unos cuantos metros de sus motivos, pero igualmente distantes y desdeñosas con el vecindario que los mantiene y transita.
Será cosa de franceses ungidos con la untuosa impronta versallesca que todo lo reduce a paisajismos y urbanismos; franceses que se enamoran, como Napoleón en la necrópolis de Guiza, del resto estético dejado por los hombres y no de su respiración, por muy cercana que se encuentre. Sin embargo, acaso sea la falta de ese aliento la que transmite en ambos casos tanta serenidad.
Cuando Valladolid pudo disfrutar de las primeras fotografías aéreas, realizadas en 1926 durante unos ejercicios de la Escuadra de Aviación, Francisco de Cossío ya elucubró sobre la armonía y la serenidad que difunde una realidad nueva y que, a partir de ese momento, podía ser advertida desde la altura mientras se compartían corrientes ascendentes con las cigüeñas en el Páramo de San Isidro.
El comandante Pesquet no fue capaz, como confesó en su momento, de identificar geográficamente toda esa maravilla que contemplaba entre la quietud ingrávida de su posición y el estrés considerable que debe invadirle a quien surca el espacio en un frigorífico. Pero el orden y la quietud que lograba transmitir desde su punto de vista era embaucador. Vistos en ese instante configuramos un conjunto sereno y armonioso, una realidad aparentemente concertada.
Si gustar es gustarnos a nosotros mismos, la presencia de un astronauta maravillado con nuestra estampa cenital de grupo, nítida y preclara, despierta nuestra complacencia. Somos ese damero ordenado y armonioso que guarda un silencio agradable. Quién lo hubiera imaginado. La conquista espacial desde Von Braun también ha merecido la pena si con ella y todos sus esfuerzos Pesquet ha podido deleitarse unos segundos con el contorsionismo serpenteante del Pisuerga, justo antes de dejarse peinar por el Puente Mayor. Y que nos deje Pesquet así, en la distancia, recordando nuestra armonía, admirando nuestro orden silente. Porque a trescientos kilómetros de altura, afortunadamente, no se escuchan las broncas de los futbolistas en algún bar mientras el encargado les exhorta: «A hacer el macarra, por favor, váyanse a las Cortes».
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