Los franceses, entre el miedo y la ira
«Si La Fontaine levantara la cabeza, escribiría la fábula de Jazz y Nemo, la pugna entre el ladino gato de Le Pen y el perro sabio de Macron»
Decía con su campanuda voz el general Charles de Gaulle que los franceses tejen la historia marcando su futuro con el tumulto de una revolución, ... o al menos con una rebelión popular transitoria, aunque sus gobernantes ignoren la explosión de la ira. Durante los dos años anteriores a la irrupción de la pandemia del coronavirus, más de cinco millones de franceses furiosos emplearon su cólera por la subida del coste de la vida en una protesta nacional, cortando carreteras y asaltando en París los establecimientos de mayor prestigio y algunos sacrosantos monumentos. La covid y la incapacidad de articular la diversidad de ese alzamiento heterogéneo frenaron la furia y abrieron paso a sus secuelas inesperadas en la política nacional.
Las encuestas de opinión detectaron a principios de este año electoral que aquellas algaradas de los manifestantes, los 'chalecos amarillos', y la crisis económica y social provocada por la pandemia habían erosionado el mapa de los partidos políticos tradicionales, abocados a afrontar una campaña electoral en territorio minado: la mayoría de los electores se habían escorado a los extremos del arco parlamentario y los partidos tradicionales de derecha e izquierda, que habían gobernado el país durante medio siglo, se eclipsaron. Una vez más, los franceses surgieron clarividentes de otra rebelión popular, pues «sólo la reacción de los ciudadanos mide el carácter de sus líderes políticos», advertía De Gaulle con este famoso eslogan: «Franceses, yo os he comprendido».
He aquí el cuadro electoral de este domingo en Francia, una combinación confusa a primera vista. Enmanuel Macron es quizás el presidente francés saliente más odiado, no solo por sus decisiones políticas, sino a causa de su talante de superioridad y benevolencia con que se dirige a la gente y a sus adversarios. De poco le valen las lecciones magistrales con que hunde la incompetencia de su adversaria Marine Le Pen, heredera de una saga política rayana en el nazismo. Nunca en la segunda vuelta electoral en Francia hubo dos candidatos tan divergentes, en el fondo y en la forma. Macron, blanco de la violencia callejera durante la crisis, fue colgado por los 'chalecos amarillos' en efigie con sogas en las rotondas, castigo a su intolerancia arrogante según aquellos contestatarios que hoy acuden a las urnas, gentes que no son nada en la sociedad ni poseen otro valor político tangible que el de su voto. Ese deseo de venganza espesa se puso en evidencia durante la campaña cuando un joven se acercó al candidato Macron para abofetearlo.
En el tono humilde y susurro religioso de una buena nueva, Marine Le Pen protagonizó su campaña y su discurso populista ante sus votantes de las zonas rurales, lejos de París y de las grandes concentraciones donde su voto es escaso. Su partido, Agrupación Nacional, presenta un programa bien medido de promesas a veces incumplibles en favor de las clases más desfavorecidas, con llamamientos a objetivos económicos de cariz nacionalista que no casan con la permanencia de Francia en la Unión Europea.
Le Pen, escéptica de la OTAN, proclamó poco antes de la invasión de Ucrania por las tropas rusas que Vladimir Putin era un «gran hombre de Estado». Incluso ahora, sostiene que Rusia podría volver a ser un «aliado de la Unión Europea», una vez que gane la guerra contra Ucrania. De sus relaciones secretas con Putin forma parte un crédito que recibió Le Pen hace tres años de un Banco ruso, nueve millones de euros que su partido adeuda todavía. Nunca ha evocado ella en sus mítines incendiarios, destinados solo a sus partidarios y adictos, esa dependencia de su política internacional.
Ningún presidente de la república en campaña electoral ha merecido en Francia más odio que Enmanuel Macron, consecuencia quizás de su particular predicamento, la aureola fabricada por sus adversarios de la extrema derecha y la izquierda radical simplificada en esta fórmula de la maldad: ser el desdeñoso presidente de los ricos. Para esos franceses que saltaron a la calle vistiendo los chalecos amarillos, la displicencia es la marca principal del político sentado en su trono, superior, solo y lejano.
Una encuesta reciente preguntó a los ciudadanos qué les molestaba más de Macron y esta fue la respuesta más común: su desconexión de las realidades de la vida diaria. Resulta desconcertante el tenor de su adversaria de la extrema derecha en su debate televisado, único encuentro personal que mantienen los candidatos una vez cada cinco años: Marine Le Pen, cándida y campechana en apariencia, rebatió las críticas de Macron con mirada fría, palabra tibia y un tono autoritario que da miedo.
No hay discusión articulada en esos debates que nutren el espectáculo político, tan apetecido en Francia, ni argumento capaz de hacer cambiar de opinión a los electores que jalean a la candidata racista e islamófoba líder de un populismo desbocado. En nombre de la grandeza de Francia, el voto del sentimiento se impone frente al de las ideas. Cuando fue elegido hace cinco años, la frescura de la personalidad de Macron, su mesura en la lucha partidista y su desafío del viejo orden de los partidos tradicionales le abrieron nuevos caminos.
Aunque las encuestas le dan el triunfo, ese carisma es por ahora un misterio: el líder que salió de la nada no pertenece a ningún sistema de partidos, desafía las etiquetas ideológicas y carece de raíces. Si La Fontaine levantara la cabeza, escribiría la fábula de Jazz y Nemo, la pugna entre el ladino gato de Le Pen y el perro sabio de Macron.
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