¿Por qué?
«La diferencia sexual, que hasta ahora era el centro de gravedad del deseo, pasa a contar con el mismo poder de atracción o repulsión que cualquier otra»
Con permiso del lector lanzo al aire una pregunta. ¿Por qué ha crecido tanto el número de personas que se reconocen lesbianas, gais o indiferentes, ... y lo hacen sin apuros, miedo ni jactancia? El hecho, tal y como lo formulo, parece incontrovertible, tanto si se acepta la opinión de quienes se dedican a sondeos y estadísticas, como si se recurre a la propia experiencia y pasamos lista entre las personas conocidas.
Cabe pensar, como primera hipótesis, que la naturaleza es mucho más bisexual y androgénica de lo que creíamos, y que la afable cultura ha salido a su encuentro y han decidido conjuntamente abrir todos los armarios o retirar por su cuenta las cerraduras. Pero esta respuesta inicial, algo sumaria y precipitada, abre dos posibilidades distintas. Una, que la frecuencia aumenta porque la gente sale más tranquila y confiada del ropero, animada por la mayor tolerancia social y por el orgullo combatiente del que han dado cumplido ejemplo. Otra, que los armarios se estaban llenando a rebosar por exceso de producto, y han forzado un dispositivo de seguridad que ha despejado las salidas y ha volcado en la calle a todos los disidentes de la llamada heterosexualidad normativa.
En el primer caso, recurrimos para explicarlo a la hipótesis represiva, que con sus ataduras morales y disciplinarias, hoy en desuso, sostenían la heterosexualidad como única salida. En el segundo, en cambio, se aborda con más profundidad la alternativa. Su explicación se atiene a la idea de que la bisexualidad creciente de la población se impone como resultado indirecto de la lucha de la mujer a favor de la igualdad y contra la discriminación y la tiranía masculinas.
En esta rebelión igualitaria descansa la clave del suceso. Dado que el feminismo aproxima las diferencias jerárquicas, que son el motor y el engranaje principal de los deseos, la diferencia sexual se debilita y se vuelve más indiferente. Pierde sus privilegios. En un marco de igualdad, donde tanto monta uno como el otro, la orientación sexual resulta irrelevante y ve reducida su importancia. Eliminado así el gradiente de poder, gracias a la progresiva igualdad entre hombre y mujer, los genitales se convierten en una parte más del cuerpo, mucho más neutra que antes, y dejan de ser identificados como polos de atracción del deseo, irremplazables y excluyentes.
Como consecuencia inmediata de este proceso, el deseo sexual se reduce al orden estético y queda convertido en un juego de gustos y ascos que ya no tiene en la división genital la clave de sus preferencias. La diferencia sexual, que hasta ahora era el centro de gravedad del deseo, pasa a contar con el mismo poder de atracción o repulsión que cualquier otra, ya sea de pelo, color, estatura, simapatía o raza. En cierto modo se transforma en una mera diferencia carnal, más insignificante, bajo cuyo rótulo nos atraen los cuerpos o las partes del cuerpo que, al margen de su sexo, nos excitan y despiertan oportunamente el ardor de eros. De esta suerte, el camino para una homosexualidad o bisexualidad crecientes queda abierto de par en par. Cualquier obstáculo prohibitivo que se interponga a partir de entonces, admite una justa reprobación y la crítica de convertirse en antifeminismo y falocracia.
La referencia edípica, que hasta ese momento explicaba la génesis de la orierntación sexual, valiéndose de la dialéctica entre la atracción materna y la prohibición del padre, deja de dar cuenta de la elección. Papá y mamá ya no están tan presentes. No hay un porqué en la elección erótica que vaya más allá de la experiencia estética que cada uno construye en torno a placeres, preferencias y afinidades electivas inexplicables. El azar y la sinrazón se adueñan de los gustos y los vuelven más sencillos y espontáneos, pero a la vez más impenetrables.
Hacia mediados del siglo XVII, el místico Angelus Silesius escribió un comentario bastante determinante para lo que tenemos hoy entre manos: «La rosa es sin porqué, florece porque florece, no presta atención a sí misma, no pregunta si uno la ve».
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