Ya te dije yo
«La frasecita de marras, en apariencia anodina, viene a pisarte un callo en el peor sitio»
Más de uno, muchos en realidad, se creen casi adivinos y confiando en sus acertadas conjeturas pretenden adelantarse a los demás. Incluso hacen descansar en ... esa seguridad anticipativa su prestigio y su inteligencia. Hay quien fía su genio y agudeza al talento de predicción. La sabiduría, en estos casos, no descansa en la capacidad para entender sino en la presentir y augurar.
Al genio, precisamente, le reconocemos porque se adelanta a su tiempo y lee con facilidad el futuro. Pero genios hay pocos comparado con el alto número de personas que se creen en posesión de las condiciones adivinatorias que digo. No es muy convincente la idea de que con la modernidad haya disminuido significativamente nuestra sinrazón y credulidad. En plena Ilustración, cuando el pensamiento mágico caía en desuso, se seguía creyendo en ángeles y demonios que participaban en la vida cotidiana e influían en la realidad. Es cierto que su presencia directa se ha reducido, pero quizá solo se deba a que se ha secularizado su apariencia. La creencia en hechizos, conjuros, encantamientos y hechizos no son solo experiencias vinculadas a nuestro célebre Hidalgo, sino que inundan las conciencias contemporáneas. Infinidad de curanderos y santeros se ganan la vida con sus recetas particulares o haciendo de intermediarios con espíritus que se alojan en grutas y recovecos terrestres o en cámaras celestiales.
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Gran parte de las cualidades intelectuales de una persona las hacemos descansar en la intuición. Hay individuos que siempre saben dónde hay que estar o por dónde va a pasar el tren que les conviene. Ese tren con fama de pasar una sola vez por delante de cada uno. De hecho, hay gente que gana mucho dinero sencillamente porque se sabe interponer en el cauce por donde circulan los billetes. Conocen, sin mayor reflexión, donde hay que aplicar en cada momento la fuerza y cuando desentenderse. Es sorprendente, pero el hecho de que los banqueros tengan cara de banqueros nos explica por sí mismo estas habilidades de negociante, aunque siempre nos asalta la duda de si la tienen de nacimiento o se les va poniendo en contacto con cifras, intereses y dividendos. Cualidades en ocasiones muy provechosas pero de estrecho espectro, que sirven para salir al paso del movimiento de los cuartos, pero que resultan torpes e insuficiente para el resto de nuestras preocupaciones.
Hay otro tipo de sujetos que, sin ningún ánimo mágico ni profético, añaden en cualquier conversación la muletilla de que ya lo habían dicho ellos. Lo hacen como quien alardea de perspicacia y anticipación. El gesto, en sí mismo, no sería más molesto que cualquier otra forma de petulancia o presunción, si no fuera porque lo blanden a menudo contra alguien muy sensibilizado en ese momento, alguien que se había visto forzado a tomar una decisión y le salió mal. La frasecita de marras, en apariencia anodina, viene a pisarte un callo en el peor sitio. De pequeños nos enseñaban a protegernos de estos personajes latosos y lo justificaban dictaminando que el que tiene boca se equivoca y el que calla siempre acierta.
En mi profesión, que es una fuente constante de estos comentarios, hay una figura morbosa de predicción, muy parecida por cierto a la anterior, que causa mucho mal entre las personas que nos confían su dolor. Consiste en pronosticar una evolución determinada en función del diagnóstico emitido. Ese gesto anticipatorio, que ante las enfermedades físicas es tan necesario como socorrido, se pretende trasladar sin más al terreno psíquico. Pero el sufrimiento mental de cada uno depende de tantas circunstancias personales, familiares y sociales que es imposible presagiar el destino de cada cual en función del nombre de un proceso predeterminado y religiosamente diagnosticado. Las personas, por muy seguras que estemos, seguimos siendo imprevisibles, y si llevamos el alma escocida, las reacciones van a ser más inciertas de lo común.
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