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ecíamos ayer que, en estos tiempos de redes, con comunicaciones cortas y discursos breves, las explicaciones psicológicas tienden a ser muy superficiales. Conocemos el ejemplo ... de la depresión. Muchas personas deprimidas, que se consideran presas de tristeza e inapetencia, entienden que se han cogido una enfermedad y se disponen, si aún les quedan fuerzas, a ser diagnosticadas y tratadas con antidepresivos. El núcleo de su explicación sobre las causas de su malestar sigue al pie de la letra el paradigma médico de la enfermedad, donde el propio afectado, desde el punto de vista de su responsabilidad personal, tan solo es la víctima de un proceso morboso. En definitiva, uno se coge una depresión como se puede coger un catarro o una apendicitis. Este procedimiento interpretativo no deja de ser hábil, pero obliga a darse la espalda a sí mismo y convertirse en un ignorante potestativo.
Sin embargo, las cosas no son así o no son enteramente así. La depresión es un tropiezo del deseo, que en un momento determinado colapsa y deja al individuo sin propósitos ni ilusión. La pregunta a hacerse entonces, ya sea en la intimidad o ante la escucha de un buen amigo, contiene la curiosidad sobre qué ha sucedido realmente en su alma o en qué brete se ha metido para que acabe sin sueños, proyectos ni imaginación. Para ello hay que escudriñar en el interior el estado de los cojinetes del deseo, esto es, la culpa, la falta, el duelo y la reparación.
La culpa, si nos ocupamos en este artículo del primer elemento, es condición necesaria del deseo. Sin culpa no hay deseo posible, como tampoco lo hay si un exceso de culpa nos embarga. En los extremos se acomodan tanto el que se siente inocente y víctima de todo, como el que se considera culpable sin pretextos ni escusas. El primero roza la paranoia con su desconfianza y el segundo se arriesga a la melancolía con su autodesprecio. En cualquier caso, el binomio de culpa y deseo es inseparable. Así lo entendió el cristianismo, a través de su defensa del pecado original y la expulsión del Paraíso, y así lo interpretan muchas escuelas psicológicas o filosóficas, con el psicoanálisis a la cabeza. Por ese motivo, quien esté deprimido debe mirar hacia dentro y rebuscar en su despensa de culpabilidad, incluida la culpa generada por sentirse deprimido. Esta valoración, algo despiadada, no contiene crueldad contra las personas, más bien intenta animar a quien fuere a que asuma la responsabilidad de sus actos para evitar, como mejor vacuna, la detención del deseo que le deprime. La responsabilidad corrige lo que la culpa a veces deforma, porque la culpa responde en vertical ante Dios y la Ley, pero la responsabilidad lo hace en horizontal ante los demás.
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Nacemos tan indefensos y desamparados que entregamos nuestro amor a quien en primera instancia nos cría y protege. Desgraciadamente, bajo ese auxilio no permanecemos neutrales, sino que con frecuencia agredimos al cuidador y nos abrimos a la culpa. El primer llanto no solo es de impotencia y desvalimiento sino de rabia y destrucción. Este contexto primitivo nos explica que estemos siempre en deuda con la vida y que intentemos devolver el amor y la ternura recibida. Para sostener el buen ánimo necesitamos por lo tanto calzarnos las espuelas de la culpa y utilizar su estilete para refrescar las apetencias y la voluntad. La culpa nos ayuda a pensar, a devolver y a rectificar.
Sin embargo, la culpa requiere de la moderación y el término medio, lo que la vuelve difícil de controlar. Si se excede, el culpable se paraliza, se deprime y solo piensa en sí mismo, carente de la expansión y el buen rollo que suministra la alegría. En cambio, si mengua y no comparece, el individuo se reviste de inocencia excesiva y da lugar a otra forma de egoísmo, pues en vez de emplear el deseo y la acción como pago de sus deudas, exige algo a los demás sin ton ni son, como si todos estuvieran en permanente deuda con él al convertirse en falso acreedor.
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