Escala en Tánger
Hay un Tánger que se mueve. La vida bulle en la calle, la gente acarrea bultos... Hay otro Tánger que observa despreocupado
Alfonso Carvajal
Jueves, 9 de junio 2022, 13:13
La ciudad de Tánger, situada en la costa africana del Estrecho de Gibraltar, se ve muy cerca en el mapa a pesar de que ciertos avatares la separen; no es el caso en estos días: «España y Marruecos, amigos», pongan el acento al uso. Desde el aeropuerto, un continuo de edificaciones inconexas que se adensan flanquean el camino al centro; nada hace pensar en este tramo que pronto aparecerá refulgente la ciudad soñada, la Perla del Estrecho. La visita, una escapada, es un reencuentro con los ecos de las tres culturas que coexistieron —cristiana, judía y musulmana— y con la ciudad internacional cosmopolita que fue en un tiempo.
El enclave de ese Tánger añorado alberga una ciudad de aire europeo —la ciudad nueva—, articulada alrededor del Boulevard Pasteur, y una ciudad tradicional árabe, la Medina; existe no obstante otra ciudad por explorar, una novísima, que crece desordenada en estos días al calor de una boyante actividad económica: la construcción de un gran puerto comercial y la fabricación de coches, sin menospreciar como impulsor de esa actividad el llamado turismo de playa. Tanto cemento amenazador se antoja inaprensible; aparcamos su justa disección para mejor momento. En suma, una ciudad de ciudades, como tantas. Hecha la abstracción, nos encontramos pues con la feliz conjunción de la ciudad moderna arriba, situada en el plateu de una colina, y la tradicional, abajo, que desde el borde del mar trepa por la ladera y la ocupa. Hay entre las dos un cordón umbilical, la Rue de la Liberté; un sinuoso tobogán que comunica dos mundos: el de las ceremoniales terrazas de los cafés con el del fárrago de los mercados donde se ofrece todo; ponga cada uno su particular pincelada para caracterizar la singularidad de estos lienzos. Y puesto que de cordones umbilicales se habla, por qué no hacerlo de placentas. Sería esta, la placenta, el Zoco Grande, una gran plaza. Un espacio de tránsito entre la Medina amurallada y la ciudad abierta; más que de tránsito, que lo es, sería de gozoso encuentro.
Hay un Tánger que se mueve. La vida bulle en la calle, la gente acarrea bultos —va y viene—, se ven concurridos los puestos callejeros de comida y las tiendas abiertas hasta las tantas, incluidas las peluquerías… Se ven niños y las moscas revolotean a sus anchas en los escaparates de las confiterías. Desfilan indiferentes los grandes taxis, los Mercedes beige incombustibles, y los pequeños, azules, los nuevos Dacia subvencionados; sube renqueante la cuesta un bronco motocarro cargado de sandías. Hay otro Tánger que observa despreocupado. El que llega a la ciudad de nuevas, el curioso viajero, quiere asimismo observar. Observar y escudriñar para entender. La misma planta de esta ciudad, asentada sobre siete colinas, lo facilita: subir y bajar, bajar y subir para divisar; divisar el mar, la montaña, la disposición del caserío infinito. Las azoteas de las casas, los estratégicos miradores y en particular los numerosos cafés son atalayas para mirar. Acercarse a las terrazas de los cafés, reparar en el orden de las butacas alineadas para mirar. Mirar, sí, pero no para criticar, sino para testimoniar. Resulta difícil escoger, sugerimos dos, aunque lo ideal sería visitar todas: la del Gran Café de París en la esquina del Boulevard Pasteur y la Rue de la Liberté y la del Café Tingis en pleno Zoco Chico de la Medina; pedir un té y contagiarse de la quietud ambiente, ver desfilar la humanidad entera. No hay espectáculo mayor. Mirar, pero también caminar. El viajero patea la ciudad, vuelve sobre lo que vio y descubre admirado lo que entonces por inadvertencia no vio, su recompensa. La mirada al paso descubre las formas y los colores de la calle, los rostros, los atuendos, el movimiento; al elevar unos grados la mirada descubrirá la bella arquitectura, la tradicional árabe y la europea. De la tradicional árabe, la amplia gama de arcos de herradura, la filigrana, los artesonados que llegan a lo sublime en el Palacio del Sultán en la alcazaba. De la arquitectura europea, la transición escrita en las fachadas, el paso del siglo XIX al siglo XX, la progresiva desaparición de los adornos y el triunfo de la pureza de líneas del sobrio estilo internacional; hay donde elegir en esto último, sugiero por la cercanía de lo español —y admirable— mirar al cielo adonde se alza orgullosa la torre del edificio Goicoechea en el Boulevard Pasteur, los trazados cóncavos y su efecto turbador; una obra expresionista del polifacético arquitecto Manuel Martínez Chumillas, que fue también, entre muchas, compositor.
Se entiende la planificación cartesiana de la ciudad nueva, un eje y una trama de geometría regular. Más difícil resulta entender esta Medina; hay un eje, sí, que la atraviesa, la Rue Siaghine (la calle de los joyeros) que acaba en el Zoco Chico y su continuación por la Rue de la Marine hasta el antiguo puerto. El resto es un dédalo de callejas, callejones y oscuros pasadizos; una trama enmarañada cuyo único sentido sería el de burlar al viento. El viento que surge en las entrañas abismales del mar Mediterráneo corre endemoniado y sopla veloz en el Estrecho. Ese viento sempiterno es el levante. Sopla y se andan las cabezas. Perdidos como estábamos en la Medina se acerca un niño, su cojera añade confianza a su intención; salimos por fin de la maraña con su ayuda, aliviado correspondo con una pequeña caja de lápices de colores; no es bastante, oigo de sus labios la fatídica palabra, «propina», una sentencia. Despierta uno de su embeleco, no es un viajero: un turista cualquiera es lo que es. Cae la tarde, se pone el sol en Tánger, amaina el viento.