Donald Trump, el gran falsificador
«La investigación parlamentaria continuará y podría concluir colocando al anfibio expresidente en el epicentro de un intento de golpe de Estado»
La avidez y la mentira forman parte natural de la condición humana. Aquella noche de su fracaso electoral, miércoles 6 de enero del año 2021, ... Donald Trump salió a la calle dispuesto a organizar un fin del mundo. Aceptar la derrota era para él una capitulación imposible en su fulgurante carrera política, planeada durante varias décadas de su vida de empresario especulador.
Ante la multitud de sus seguidores congregados en La Elipse de Washington, el parque cercano a la Casa Blanca escenario de manifestaciones multitudinarias, celebraciones institucionales y fiestas populares, vociferó su arenga y anunció que la batalla electoral no había terminado: «Vamos a bajar todos desde aquí por la avenida de Pensilvania, me encanta Pensilvania, e iremos al Capitolio. Intentaremos dar a los republicanos un poco de orgullo y la audacia que necesitan para recuperar el control de nuestro país. Luchemos hasta en el infierno. Y si no lucháis hasta el infierno, ya no tendréis un país».
Suena por los altavoces una música como de llamada al ataque de la caballería y el presidente derrotado bajó de la plataforma acristalada, desde donde había pronunciado su arenga, que tuvo un efecto inmediato. Cuando la multitud se puso en marcha, él echó a andar orgulloso, acorazado en su abrigo azul con el bamboleo del gladiador delirante que muestra la urgencia de salvar su propio futuro, cuyo amparo encarga allí al pueblo soberano. Unas diez mil personas, muchas ataviadas con atuendos y símbolos legendarios de la grandeza americana, desfilaban ya enardecidos bajo un cielo nublado hacia el Capitolio, donde el Congreso se había reunido en sesión especial para certificar los votos de los 538 electores, el Colegio de Compromisarios que debían allanar el camino a la presidencia de Joe Biden.
Así comenzó otra guerra sucia el filibustero Donald Trump, amargado y vengativo personaje, la última oportunidad para evitar su salida obligada de la Casa Blanca. A pesar del blindaje policial de los edificios oficiales, el Capitolio fue asaltado por centenares de manifestantes en cólera a primera hora de la tarde. A pesar del bloqueo policial, la mayor parte de ellos entraron a pie en la sede parlamentaria y sin resistencia, aunque los más violentos usaron cuerdas de escalada y escaleras para alcanzar por las ventanas todas las dependencias del Congreso mientras algunos funcionarios se apresuraban a rescatar las cajas de votos selladas de los colegios electorales para evitar que los manifestantes los destruyeran.
Antes de las nueve de la noche, hora en que los asaltantes abandonaron el edificio, la policía arrestó a más de un centenar y confiscó armas de fuego y explosivos. «Esto es lo que sucede cuando una sagrada y aplastante victoria electoral es aniquilada de manera brutal y sin ceremonias, mientras los grandes patriotas son injustamente maltratados», tuiteó Trump su disculpa aquella noche.
El comité de investigación de aquella invasión del Capitolio, el golpe de Estado el 6 de enero del 2021, juzga ahora aquel levantamiento en audiencia pública analizando mil declaraciones, videos espectaculares y unos 140.000 documentos. La investigación del FBI no fue entonces difícil. La mayoría de los alborotadores que asaltaron el edificio fueron rápidamente identificados gracias a sus propias imágenes difundidas en las redes sociales. Medio millar de personas fueron condenadas, en su mayoría por delitos menores; solo una treintena recibieron penas de prisión, como el bufón Jacob Chansley, que se convirtió en una celebridad internacional gracias a su famoso tocado de bisonte.
Mentir para prosperar en riqueza y poder ha sido la gran habilidad en la vida de Trump. Antes de ingresar en política, usó esa táctica para inflar sus activos y su ego y para vender aspiraciones chapadas en oro, como el rascacielos de casi un centenar de plantas, la Trump Tower, que levantó en el centro de Manhattan hace cuarenta años. El mármol de las paredes y el dorado de la decoración componen la sinfonía visual del potentado hortera que reserva los áticos del edificio para domicilio personal y locales bien equipados para celebración de orgías.
Cuando atravesó el puente Queensboro con el botín obtenido de la venta de viviendas baratas en el distrito de Queens y se enamoró de la Quinta Avenida, instaló allí Trump la sede de su grupo de empresas y apartamentos de alquiler a 13.000 dólares por semana. La construcción de la Trump Tower costó más de 300 millones de dólares y fue levantada por una empresa cuyos dueños formaban parte de la mafia italiana. El expresidente, fetiche autocrático, se hace llamar «ferviente filántropo», pero no ha donado ni un solo dólar a su Fundación Trump desde el 2006.
En sus 'Inquisiciones' (La nadería de la personalidad) J. L. Borges sostiene que «la personalidad es una trasoñación, consentida por el engreimiento y el hábito, mas sin estribaderos metafísicos ni realidad entrañal», jerigonza literaria digna del mejor psiquiatra argentino en lenguaje del gremio borgiano. Donald Trump es un cáncer en Estados Unidos. El proceso del 6 de enero demostrará que él conspiró para anular una elección democrática, libre y justa.
Nunca se presentó allí antes una acusación más condenatoria contra un presidente que la de esta comisión de investigación en curso, quizás el capítulo postrero de la confusa trayectoria política de Trump. Nunca un asalto semejante al Congreso hizo temblar tanto los muros del Capitolio de Washington desde que el ejército británico lo invadiera en 1814, tras incendiar la Casa Blanca. La investigación parlamentaria continuará y podría concluir colocando al anfibio Donald Trump en el epicentro de un intento de golpe de Estado.
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