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Como cada una tiene sus aficiones, yo me he pasado el fin de semana hipnotizada viendo la forma en la que Brigitte Macron recibía a los mandatarios que iban llegando a la reunión del G7. La francesa se ha dislocado el hombro derecho a causa de una caída en el barco donde estaba pasando sus vacaciones, por lo que ha tenido que saludar a los recién llegados con la mano izquierda, componiendo un gesto raro, fuera de contexto: les cogía de la mano como si les estuviera invitando a jugar al corro de la patata. O a bailar una sardana.

El otro damnificado por la caída ha sido Macron, que estos días se ha quedado sin un hombro sobre el que llorar. Un hombro al que contarle que está hasta el tupé de recibir mandatarios, al que decirle lo que le está costando contener a Trump, sobre el que quejarse por los modales de Boris Johnson y en el que gimotear por el desastre del Amazonas. Porque los ricos también lloran. Y los políticos. Son personas humanas, que diría Rosa Benito. Claro que Benito también dice lo de «convivir juntos» y «bajar abajo». Y se queda tan pancha.

Pero hasta la redundante Benito sabe que los hombros no son sólo para llorar. También hay que invitarlos de vez en cuando a tomarse un vermut. Si no, te acaban aborreciendo. Sobre todo cuando tus hombros no sólo aguantan el peso de tu mundo, sino también el de los demás, aunque sea a ratos. Por eso, antes o después, se dislocan. Porque necesitan liberarse. Porque están hasta el húmero de soportar la carga de la culpa, o del pasado, o del trabajo. Así que los míos, caídos en la forma pero discotequeros en el fondo, aprovechan para rebelarse y descoyuntarse en cuanto escuchan a Raffaella Carrà. Aunque a ellos le gustaría más dislocarse por un tropezón en la cubierta de un barco atracado en la Costa Azul.

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