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Los grandes cambios –no entremos ahora a valorar si buenos o malos– han sido protagonizados por figuras individuales o, a lo sumo, por un pequeño ... grupo de elegidos. El poder, el carisma, el genio o el atrevimiento suelen otorgar la facultad de cambiar la realidad, de modificar los acontecimientos sustancialmente. A la Historia le gusta encarnarse en rostros humanos; el tiempo, las épocas, eligen humanizarse. Roma y César, Augusto. Grecia y Pericles, Platón, Alejandro. La España imperial con Carlos I, Felipe II; antes, los Reyes Católicos. Inglaterra y Enrique VIII. Francia y Napoleón, Robespierre. La Rusia de Lenin, Stalin. Alemania y Hitler. Los EE UU y Washington, Lincoln, Kennedy... La España del XIX, Fernando VII, su hija Isabel II, qué tropa. Rostros para acontecimientos, personalidades a las que, en muchos casos, el pueblo se unió, siguió. Y juzgamos a las épocas, inevitablemente, por los hombres que las protagonizan. Para bien y para mal.
Ignoro si todo este follón del independentismo catalán, que ocupa telediarios y portadas desde hace años, logrará ser reseñado en el futuro. Si, para referirse a las convulsiones hispanas del siglo XXI, la gente mencionará los nombres de Torra, de Puigdemont, de Junqueras... Cuando se suicidó Stephan Zweig –un 22 de febrero de 1942–, André Maurois dijo que los hombres deberían reflexionar sobre la responsabilidad y la vergüenza de una civilización capaz de crear un mundo en el que Zweig no pudo vivir. Visto el nivel intelectual y político de hombres como Torra o Puigdemont –podríamos extender la lista a muchos políticos actuales– cabría preguntarnos sobre nuestra responsabilidad al depositar nuestra confianza en tales sujetos. ¿De verdad que la democracia es que el número 11 por Barcelona –Torra– y el número tres por Gerona –Puigdemont– puedan encabezar el disparate y reclamar –legítimamente– la representación de una multitud? No sé, pero no es muy agradable que mañana, cuando piensen en nosotros y en nuestros días, evoquen a Torra como representativo. Algo, como diría Maurois, estamos haciendo mal como sociedad. Aunque vaya usted a saber qué dirían de César los romanos, los griegos de Pericles o los castellanos viejos de Isabel. A Fernando VII, sus coetáneos le llamaron El Deseado.
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